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Y la Universidad, muda

El ex ministro de Universidades, Manuel Castells, traspasa su cartera ministerial al recién nombrado ministro de Universidades, Joan Subirats. Alberto Ortega / Europa Press

     Desde 1961 conozco la Universidad española y las diferentes etapas por las que ha transitado desde entonces.

     Conocí aquella Universidad que empezaba a despertar. La que luchaba por desentumecerse del largo invierno franquista. La que quería romper con el corsé político y   cultural del ‘Régimen’ y, por ello, sufrió sanciones y represión. La que quería abrirse a Europa, al mundo. La que aspiraba a ser tratada de igual a igual con sus homólogas europeas y sólo más tarde lo conseguiría.

     También fui testigo -y hasta humilde colaborador- de la Universidad de la Transición, aquella que gracias al empuje de profesores demócratas (creímos en el papel social y abierto del ‘Alma mater’) la fuimos situando en el terreno de la libertad, del pluralismo, de la democracia en definitiva. Algún disgusto personal y académico nos costó semejante empeño, al fin alcanzado. Participamos con ilusión en la configuración de un modelo de Universidad abierto, cosmopolita, universitario -en términos estrictos-, profesional, responsable y colegiado.

    Años más tarde advino el tiempo del desencanto. El tiempo que podemos llamar, con el inolvidable maestro Manuel Jiménez de Parga -y tomando prestado el título de su última conferencia en Granada-, “de la ilusión política a la desilusión”.

    En esta última etapa, que yo situaría a fines de los noventa, en el tránsito de siglo, la Universidad pierde su papel rector institucional, también social, y, por tanto, su prestigio. Con esas pérdidas, la Universidad va dejando por el camino jirones de sus valores esenciales que justificaron un día su creación: centro de estudio y formación, de investigación científica, de transmisión de conocimientos.

      En esta etapa se constata la triste desaparición, con carácter general, de la figura del maestro, ‘caput scholae’, forjador de especialistas, investigadores y educadores en una concreta materia, lo que provoca una orfandad científica y profesional de las que la Universidad todavía no se ha recuperado, ni tiene visos de recuperarse. Hoy puede descubrirse al profesor hecho a sí mismo. Un modelo, a mi juicio, insatisfactorio.

     Por otra parte, los docentes de nuestros días -por imperativo “del sistema”- se ven impelidos a invertir su afán, casi exclusivamente, en nutrir el propio ‘currículum’ académico, a lo que dedican demasiado tiempo, así como a atender y cumplimentar decenas de formularios que casi a diario se les solicita o necesitan para ‘prosperar’ en su trayectoria profesional.

     Lo anterior dibuja una Universidad pobre desde la perspectiva de sus fines fundacionales, y reducida a ser mero servicio público. Una Universidad impersonal, desmoralizada. Un profesorado burocratizado, absorto en llegar a tiempo de la última convocatoria o en contestar a peticiones, encuestas o solicitudes emanadas de los centros gerenciales y directivos de los Rectorados, que transmiten mil y una comunicaciones oficiales que roban demasiado tiempo a los profesores y les apartan de lo esencial: estudiar, leer y prepararse.

    Sí. Ahora estamos en el tiempo de la Universidad de la burocracia, de la comunicación electrónica, de la firma digital, urgente y casi anónima; de los profesores agobiados por lo perentorio: el plazo, el dato, los correos electrónicos a contestar (los de los alumnos, los primeros…) y los formularios a cumplimentar para todo, cada vez más complejos, inentendibles, repetitivos, que hay que remitir cumplimentados en horas.

    Con este panorama universitario, con este tedioso e improductivo clima de desasosiego (que sólo tiene cierta relevancia para las nóminas del personal) que impide que se valoren debidamente trabajos, estudios y aportaciones científicas o intelectuales, tomó posesión como Ministro de Universidades -del engendro de Gobierno presidido por Sánchez- el sociólogo Manuel Castell, con la ambiciosa e incumplida meta de aprobar una Ley sobre el sistema universitario.

     Aparentes razones de salud han determinado su sustitución por un reconocido catedrático de Ciencia política, el profesor Joan Subirats, de perfil más político, quien ha aceptado el reto. Y aquí vienen mis cuitas y temores sobre el modelo de Universidad que Subirats puede establecer.

      El nuevo Ministro viene recomendado por Ada Colau, activista del populismo más acendrado, responsable de los desastres que asolan su ciudad. Alcaldesa que, recordemos, se benefició de un segundo mandato gracias a Manuel Valls, operación urdida para evitar que la Alcaldía cayera en manos del separatista Ernest Maragall. Subirats ha sido concejal de Ada Colau y mentor ideológico de la misma. Ha apadrinado su partido, “En comú podem”, pensando probablemente que lo que no pudo conseguir militando en el PSUC pueda alcanzarse hoy con la formación podemita.

    Para completar la figura política del nuevo Ministro es menester destacar -no puede silenciarse- que acudió a votar en el referéndum ilegal del 1-O, se opuso frontalmente a la aplicación del artículo 155 CE, y, como buen comunista, es contrario a la Monarquía parlamentaria. Todo coherente.     

¿Qué modelo de Universidad puede implantar un Ministro del Ramo que ideológicamente es marxista;  políticamente proviene de “En comú podem”; ha sido presentado por Ada Colau; votó en un referéndum ilegal la fragmentación del Estado; y es antimonárquico recalcitrante? ¿No tiene nada que decir la Universidad?

Autor del artículo: José Torné-Dombidau Jiménez

Presidente y socio fundador del Foro para la Concordia Civil. Profesor Titular de Derecho Administrativo por la Universidad de Granada.

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