Un viejo problema
Andalucía no ha cambiado mucho respecto al atraso, precariedad y falta de modernización por la que tanto lucharon los ilustrados españoles en el siglo XVIII
Alcanzar el desarrollo económico y social de los pueblos es una veterana idea que ha sido, y es, fundamento y meta de cualquier gobernanza política, indiferentemente de la época, de la adscripción ideológica o de la forma como se ejerza el poder.
En efecto, todos los gobiernos coinciden: quieren lo mejor para sus contemporáneos y coterráneos. Aunque la labor gubernamental se detenga, con frecuencia, en simples y huecos discursos programáticos.
Contamos con una amplísima literatura y una consagrada filosofía fundamentadora de la idea del progreso y de las reformas sociales y económicas, imposibles de reproducir aquí por escasez de espacio. No obstante, ahí están las teorías del ‘bonum commune’, de la cura de la comunidad, del interés general o colectivo (llamado ahora por los administrativistas italianos ‘interés difuso’, de todos), o aquellas que acentúan lo social hasta alumbrar el modelo de mediados del siglo XX del Estado del Bienestar, tipología ocupada y preocupada en ejecutar las llamadas políticas sociales.
Hoy se constata que este tipo de Estado ha sufrido una indiscutible jibarización a consecuencia de la terrible penuria económica que padecen las personas públicas a las que constitucionalmente la Ley encomienda su consecución y gestión: las Administraciones públicas. Esperemos que cuando se venza la crisis se restablezcan los derechos perdidos o reducidos.
Fruto de esa sensibilidad política por la prosperidad y el mejor reparto posible de la riqueza entre los pobres y necesitados han surgido a lo largo de la Historia doctrinas impregnadas de una fuerte pulsión social que van más allá del altruismo o de la filantropía. Así, ‘servata distantia’, el cristianismo, con su parábola del rico que no se salva y el reconocimiento de la función social de la propiedad; el socialismo y su modalidad socialdemócrata; y el comunismo, régimen ‘ortopédico’ que llega al ‘summum’ de abatir derechos del hombre y del ciudadano para construir una sociedad ideal sin clases, corriente de pensamiento que ha fracasado indubitadamente y ha hecho pagar, además, un alto precio a la clase trabajadora que decía defender.
Tras esta extensa introducción para situar al paciente lector, y en congruencia con el título que encabeza esta tribuna, diré que he tenido la suerte de ojear, en estas largas horas estivales, el libro “La España del siglo de las luces”, de la historiadora María Ángeles Pérez Samper (Ariel Practicum, Barcelona, 2000, 252 pp.).
El estudio del siglo XVIII español siempre resulta interesante. La Ilustración, influenciada por el enciclopedismo francés, es el indiscutible nexo intelectual para comprender el latido social que animará la acción de los gobiernos venideros. En aquélla hunden sus raíces todos los cambios, reformas y programas que han llevado a cabo, con diversa fortuna, los gobiernos españoles desde Felipe V y, especialmente, desde la gran obra reformadora del buen rey Carlos III.
En el citado libro se encuentran aseveraciones como que “El setecientos español, como las demás épocas de la historia en todos los países, fue un juego de luces y sombras, […] pero existió un gran empeño por salir de las sombras y llegar a las luces. Los ilustrados españoles eran conscientes del atraso del país y les preocupaba hondamente. […] En España el siglo XVIII se caracterizó por un gran esfuerzo por la modernización” (Ibidem, p. 7).
Pero la sorpresa salta en el capítulo titulado “Progreso y reformismo” (Ibidem, pp. 15-21). La autora asegura que el progreso económico fue uno de los grandes objetivos del señalado siglo. En su apoyo acude al ‘Discurso sobre el fomento de la industria popular’, de Campomanes (1723-1802). En él descubrimos un retrato de la Andalucía del Setecientos digno de reflexión. Parece escrito en nuestros días. Juzguen ustedes:
“Andalucía es más fértil [que Galicia y Cataluña], pero está destituida de industria popular y, hallándose en pocas manos estancada la agricultura, sus habitantes por lo común son unos meros jornaleros, que sólo tienen ocupación precaria a temporadas y el resto del año gimen en la miseria, sumergidos en la inacción por la falta de tarea lucrosa en que emplearse, y a su familia. Sus mujeres e hijos carecen de ocupación y encerrados los vecinos en grandes ciudades y pueblos viven a expensas de la caridad de los eclesiásticos y de otras personas, llenos de una lastimosa escasez que no corresponde a la feracidad del suelo y que no depende, seguramente, de pereza de los naturales, sino de la constitución política” (Ibidem, p. 18).
Este documento está fechado en 1774.
¿Lo en él relatado dista de la realidad hodierna? ¿Cómo es posible que tantos gobiernos no hayan conseguido mejorar esa dramática descripción?
Si esta tribuna de opinión llega a sus manos, ¿qué dirá Sánchez Gordillo y sus mesnadas?
Publicado en IDEAL de Granada el 21 de agosto de 2014