Réquiem por la democracia española

Pocas veces se asiste a un espectáculo tan triste como la destrucción de una democracia, en este caso la nuestra, la española. Nacida el 15 de Junio de 1977 y puesta de largo el 6 de diciembre de 1978.
Nadie nos tiene que contar nada. Lo estamos presenciando en vivo y en directo. Los principales culpables son dos siniestros personajes de la política nacional que han accedido al Gobierno de España. Dos personajes cuyo maridaje político fue inicialmente rechazado por uno de ellos porque le causaría insomnio, aunque al final se han aliado para ejecutar su plan nefando.
Si bien en origen parten con dos personalidades diferentes, en el curso de los meses que llevan en La Moncloa ambos gobernantes se han identificado en sus objetivos y conjurado para la misma inconfesable misión: a) acabar con la España democrática de 1978; b) demoler la Monarquía parlamentaria, aunque sea la forma que garantiza a los ciudadanos el mayor grado de libertad nunca alcanzado en nuestra esquizofrénica convivencia; y c) sustituir el actual régimen político por una ‘República confederal, plurinacional y de las JONS’ (que Felipe González ha denominado con sorna “la Republiqueta”), en la que, con toda seguridad, el sillón presidencial se lo alternarían Pedro y Pablo.
Naturalmente, de triunfar este cambio injustificable de régimen político, España y su economía se irían al garete, como antes ha sucedido en Cuba, Venezuela, Ecuador y Bolivia, en Hispanoamérica; o en Hungría y Polonia, ahora en Europa. Por supuesto que la libertad y la democracia serían recuerdos nostálgicos del pasado.
A las instituciones públicas españolas les han empezado a aparecer las primeras grietas y roturas. Son muchos los martillazos que el dúo tóxico está dando contra la estructura del Estado constitucional y democrático de Derecho: la anti-España formando el Gobierno de España, todo un formidable contrasentido; la hibernación de las Cortes Generales, presididas por una sectaria agradecida; la deslegitimación de la oposición, institución esencial en democracia; la domesticación de la Abogacía del Estado y de la Fiscalía General; los improcedentes ataques de Iglesias a la independencia judicial; y la enfermiza obsesión de este Ejecutivo por hacerse con el gobierno de los Jueces y el Tribunal Constitucional, últimos baluartes de la libertad ciudadana.
Están, pues, Pedro y Pablo, y sus respectivos estados mayores, desmontando el sistema jurídico-político de la Transición, la página más brillante de nuestra reciente trayectoria, la que nos sirvió para que Europa comenzara a dejar de considerarnos un país apestado e ingresáramos en la Unión Europea.
Tras la malvada estrategia socialcomunista por ahormar el Poder Judicial, batalla inconclusa, el último capítulo ha sido poner proa a la Corona, personificación de la nación española, símbolo de su unidad y permanencia.
Justamente por ello, Sánchez ha cedido ante los separatistas y ha confinado vergonzosamente al Rey.
Yo también me voy a “pasar tres montañas”, señor Ministro: ¡Viva la Constitución! ¡Viva el Rey!