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Régimen democrático y autoridad

Venceréis pero no convenceréis, porque para vencer tenéis la fuerza pero para convencer os hace falta la razón” (Unamuno al general Millán Astray, 1936).

Incidentes en un centro electoral de Gerona/EFE

Confundir el ejercicio de la autoridad en un sistema democrático con el autoritarismo siempre lo he considerado un grave error. En efecto, está muy extendido el pensamiento de que el ejercicio de la autoridad (que puede llevar implícito el ejercicio del poder en el uso de las atribuciones o facultades inherentes a un cargo público) no se atiene, o encaja mal, con un régimen democrático. Se cree -equivocadamente- que una democracia, es decir, el gobierno del pueblo a través de representantes de acuerdo con las leyes, es un régimen político en el que no se debe usar de la autoridad o hacerlo con mínima expresión; que utilizar decisiones de fuerza, acompañadas del ejercicio de la autoridad y, a veces, recurrir al poder y a la imposición de acuerdo con el Ordenamiento jurídico, no es propio de un sistema democrático.

Se equivocan quienes así opinan. No puede haber organización política sin ejercicio de autoridad y sin el empleo del poder, el poder político con origen en la Ley. Precisamente, si la Ley ha sido aprobada por una asamblea democrática (elecciones libres y partidos políticos concurrentes) esa Ley es democrática, y el cumplimiento de la misma requerirá autoridad, autoridad democrática. En democracia el cargo público ejercerá autoridad democrática. La razón es que, según el politólogo y ex mandatario ecuatoriano Rodrigo Borja, la sociedad política ha requerido siempre un sistema de autoridad, cualquiera que este sea. No es posible encontrar sociedades políticas que prescindan de la autoridad y del poder. La autoridad responde, pues, a una necesidad social. Como bien explica el profesor citado, lo que ha cambiado a lo largo de los tiempos son los métodos para ejercerla, desde las teorías del derecho divino hasta las de la voluntad popular, pero la autoridad ha sido un elemento constante en la organización y el desarrollo de las sociedades, también la democrática.

Desde los romanos se distingue entre ‘auctoritas’ y ‘potestas’, autoridad y poder. Generalmente son conceptos que marchan juntos, pero no se les puede confundir. La autoridad se basa primordialmente en una fuerza legítima. Tiene autoridad quien puede dar eficacia legítima a las determinaciones de su voluntad de acuerdo con la Ley (ejercicio de competencias, atribuciones legales). Tiene poder quien puede imponer unilateralmente su voluntad, hacerse obedecer o demandar acatamiento. Ésta es fuerza de carácter material. Así, las Administraciones públicas españolas (que siguen el modelo francés del “Droit administratif”) disponen de poder ejecutivo,  prerrogativa basada en la presunción ‘iuris tantum’ de legalidad del acto administrativo en el Estado de Derecho.

Por todo ello se comprenderá, en consecuencia, el error que padecen aquellos que consideran que el ejercicio de autoridad, y, en su caso, de poder, es algo anómalo a la democracia. No es así. No hay sociedad humana, se gobierne como se gobierne, y con más razón si estamos en un régimen democrático, que no posea un conjunto de órganos directivos (los representantes) que, para gobernar, no hagan uso de la autoridad. Mucho más en el caso de la persona jurídico-pública llamada Estado, que, al ser un sujeto complejo, “necesita autoridad y poder para poner orden en el grupo  y para articular los esfuerzos aislados y diseminados de sus miembros y dirigirlos hacia la consecución de las metas comunes” (R. Borja).

Otro concepto que sería preciso definir es el de autoritarismo, concepto en el que se considera que se incurre cuando en una sociedad democrática se hace uso de autoridad. Y tampoco es así. El autoritarismo es un concepto político complejo y un fenómeno que ha sido común a la implantación de las ideologías más diversas, desde el absolutismo, el totalitarismo, la tiranía, el zarismo, el cesarismo, el bonapartismo, el estalinismo o el despotismo. El autoritarismo está ligado a una forma de ejercicio del poder y en él se mezclan ingredientes de carácter psicológico y político. Obviamente, en una sociedad democrática no cabe esperar este tipo de ejercicio del poder sino sencillamente el ejercicio de autoridad democrática.

Por todo ello llama la atención la constante y clamorosa ausencia de autoridad en el seno del Estado democrático español, como si existiera cierto complejo por usar de la autoridad que dimana de Leyes democráticas. No hay más que citar el caso del separatismo catalán en el que no se ha entendido la proverbial ausencia del Estado en todos los escenarios que ha provocado este conflicto: cómo se ha aguantado tanto y durante tanto tiempo las aventuras e ilegalidades de los dirigentes nacionalistas; cómo se ha tardado tanto en reaccionar con la Ley en la mano y detener esta locura secesionista; y cómo se ha adoptado -con tanto miedo e insuficiencia- la aplicación del artículo 155 en defensa del Estado, es decir, de los españoles.

¿Es miedo a ejercer la autoridad democrática?

 

 

Autor del artículo: José Torné-Dombidau Jiménez

Presidente y socio fundador del Foro para la Concordia Civil. Profesor Titular de Derecho Administrativo por la Universidad de Granada.

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