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¿Progresistas y dialogantes?

Pedro Sánchez, saluda a la dirigente de Podemos Irene Montero mientras el líder de Unidas Podemos y Pablo Iglesias, besa a la vicesecretaria general del PSOE, Adriana Lastra,. EFE/Paco Campo

      Hace tiempo que viene sucediendo. Políticos desaprensivos o taimados (que se visten con piel de cordero pero que anidan en su fuero interno aviesas intenciones) manipulan y retuercen en extremo el lenguaje, patrimonio común y colectivo de los ciudadanos. Utilizan palabras fetiche a las que adrede les dan el sentido que no tienen, pero que a ellos les conviene para sus particulares intereses.

       Sí. Hace tiempo que la manipulación del lenguaje por los políticos -sobre todo de ideología izquierdista o nacionalista- figura en lugar preferente de su marco mental. Esa reiteración en el uso torticero y en el cambio intencionado del significado de las palabras resulta, a estas alturas, inaguantable cuando el político de turno aparece con profusión multiplicativa en los MCS.

       Llevamos muchos meses, hasta años que, con motivo de asuntos públicos tan importantes para la vida española  como el separatismo catalán (ahora hay que sumar también el vasco) o la formación de un nuevo Gobierno liderado por Pedro Sánchez, algunos políticos pronuncian -frecuente e insistentemente- dos palabras que oídas de sus labios parecen gozar de poderes mágicos, de cualidades taumatúrgicas. Son los vocablos “diálogo” y “progresista”.

          A mí me irrita profundamente oír a la izquierda española afirmar que la insurrección de Cataluña se soluciona con… ¡diálogo! Mágica y fantástica palabra, diálogo. Hablan de diálogo, sí, pero ningún actor político explica seguidamente en qué consiste ese diálogo, qué entiende por diálogo. Tampoco expresa el contenido y los límites del mismo. Empero oímos continuamente la palabra ‘diálogo’, ‘diálogo’, ‘diálogo’, como solución a problemas importantes. Y no salen de ahí.

          Igual sucede, así mismo, cuando hablan de la reforma de la Constitución. ¿Han reparado ustedes en ello? Muchos son partidarios de reformar nuestra Ley Política de 1978, pero ningún dirigente en ejercicio ha puesto negro sobre blanco cómo sería la literalidad del precepto que se quiere modificar.

         Cuando oigo decir a un Pedro Sánchez o, todavía más, a un Pablo Iglesias, que el problema de la desobediencia de las autoridades catalanas se resuelve con diálogo, ¿saben ustedes qué debe entenderse, y creo no equivocarme? Debe entenderse que hay que ceder, que están dispuestos a ceder, no a dialogar. Dialogar es un verbo intransitivo, instrumental. Sin embargo, diálogo en boca de estos políticos de izquierda, o de nacionalistas identitarios, es cesión, rendición, pues ¿de qué se puede hablar con quienes desobedecen las Leyes? ¿Qué se puede conversar, departir o platicar frente a un infractor, a un incumplidor, a unos delincuentes sentenciados?

          Otra palabra mágica, muy mágica, es la palabra ‘progresista’. ¡Oh, progresista!, la especial cualidad de los políticos de izquierda que se otorgan a sí mismos sin ningún rubor. Es tal la esquizofrenia política que padecen los actuales líderes de la izquierda celtibérica que en su frenesí por el poder llegan a considerar progresista a formaciones reaccionarias y cuasi trogloditas (entre otras “virtudes”) como el PNV, ERC, CUP o Bildu. De esa manera, y con ese fin, los sanchistas y los podemitas echan mano de un fantástico, fascinante y fabuloso remedio para hacernos asumible las “excelencias” de un Gobierno formado por ellos: Gobierno progresista, ¡oh, progresista!

       Sin embargo, no nos pueden engañar: el término  progresismo o progresista es un concepto político vago e impreciso (como su contrario “conservador”, “conservadurismo”) que comprende y abraza -en opinión del politólogo ecuatoriano Rodrigo Borja- muchas tendencias y significados.

      Resulta insultante -como si esos políticos quisieran tomarnos por necios- que se atribuyan las virtudes de dialogantes y progresistas. Dos bellas palabras prostituidas por el mercadeo político. Dos términos puestos al servicio de la propaganda partidaria. Dos expresiones que le ponen a uno a dudar lo que ha estudiado sobre la historia de las ideas y movimientos sociales y políticos. Que se sepa, la conjunción socialcomunista que pretenden Sánchez e Iglesias, inédita en la Unión Europea, lleva la tara decimonónica y fracasada del componente marxista, de la ideología comunista. Las recetas políticas y económicas de Marx y Engels, que los cachorros de Podemos quieren resucitar y aplicar a la realidad española de 2020, fueron en su momento unas virulentas tesis que cuando se quisieron poner en práctica en determinados países -y por algunos líderes- condujeron a la ruina. ¿Es eso progresismo? ¿Es dialogante el comunismo?

     Pero Sánchez e Iglesias alardean de ser los adalides del progreso y del diálogo. Con esa etiqueta, cual pócima mágica, pretenden convencer a los españoles de que su liderazgo, su mágica conducción, abre las puertas del paraíso político, social y económico. Porque ellos son progresistas, claro.

       En cambio, quienes no nos atribuimos esa cualidad fabulosa pareciere que discurrimos al modo medieval: que preferimos el aceite de ricino a los antibióticos, la tartana al motor eléctrico o las antorchas a las lámparas “led”. O sea, que gozamos viviendo en la Edad Media. Ya. Y se lo creerán.

Autor del artículo: José Torné-Dombidau Jiménez

Presidente y socio fundador del Foro para la Concordia Civil. Profesor Titular de Derecho Administrativo por la Universidad de Granada.

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