Odio

El Diccionario de la Real Academia Española define la palabra ‘odio’ como “antipatía y aversión hacia algo o hacia alguien, cuyo mal se desea”.
Pues bien, es lamentable reconocer que, al cabo de cuarenta años de libertad y democracia, el clima social imperante sea el de odiar, dirigir odio hacia quien consideramos diferente o nuestro adversario. El odio es un sentimiento pernicioso, difícilmente reversible y origen de las mayores desgracias de la sociedad civil. El odio quiebra la convivencia y destruye la amistad civil, la concordia.
Por mi edad he vivido la dictadura, para unos, o la ‘dictablanda’ de Francisco Franco, para otros. Bajo el mandato de este gobernante, los jóvenes de entonces deseábamos fervientemente constituirnos políticamente como nuestros convecinos europeos: en un régimen de elecciones libres, partidos políticos, garantías jurídicas y judiciales y separación de poderes. El Estado democrático de Derecho.
Ansiábamos ser iguales que los franceses, británicos, italianos, belgas, daneses o suecos. En definitiva, la Europa libre de la Segunda postguerra mundial. Afortunadamente, los españoles, con la Transición a la Democracia y la aprobación de la buena Constitución de 1978 alcanzamos la libertad e igualdad como nuestros compatriotas europeos. De ello han transcurrido ya más de cuatro décadas.
Pese al tiempo pasado, hoy pareciere que no pertenecemos a la Unión Europea. Nuestro comportamiento político nuevamente está siendo condicionado por nuestros atávicos demonios familiares que nos alejan de los valores europeos del juego democrático y la civilidad.
Por desgracia, en la política española hoy se observa que anida, como flor del mal, un sentimiento bastardo y despreciable, ese sentimiento que describe bien la Real Academia como “aversión hacia algo o hacia alguien, cuyo mal se desea”.
Efectivamente, la sociedad española actual está polarizada, crispada, tensa y cercana a la intolerancia. Y teniendo en cuenta nuestro precedente guerracivilista de 1936 -de absoluta intransigencia y odio entre quienes pensaban de manera diferente-, el presente es preocupante. Comienzan a despertarse los vicios hispánicos que, por una buena convivencia, convendría no resucitar.
Lejos de ello, bajo el gobierno del socialista Rodríguez Zapatero se removieron las madres de viejos odres que nunca debieron agitarse. La consecuencia ha sido el reverdecimiento de viejas rencillas, de antiguos antagonismos, de periclitadas pendencias que la Transición, acertadamente, quiso dar por conciliadas.
Pues bien, las aversiones ideológicas y las tensiones políticas y sociales se recrudecen hoy de la mano de un político -de etiqueta socialista, pero sanchista de vocación- que viene traspasando líneas rojas y desatando la lucha partidista.
Este señor -que ejerce la jefatura del engendro socialcomunista- debería saber que agitar la caja de los credos, los sentimientos y las creencias daña seriamente la salud política de los españoles.
El buen gobernante acrecienta la concordia entre su pueblo y aparta lo que provoca desavenencia, odio.