¿Necesitamos una nueva Constitución?
Ha hecho 37 años que los españoles fuimos convocados por el Gobierno de Adolfo Suárez a ratificar en referéndum el texto de la actual Constitución.
A la muerte del general Franco se alcanzó un extraordinario espíritu de reconciliación y concordia por la generosidad de todos. Los trabajos parlamentarios despertaron ilusión y esperanza. Por primera vez en la Historia, descontando el precedente aproximado de la Restauración, fuimos capaces de ponernos de acuerdo y aprobar mediante consenso una Ley Política de todos y para todos. Avanzada. Novedosa. Garantista. Y, por primera vez en la Historia, votada por el pueblo.
Con esta Norma España se asoma sin complejo a Europa y al mundo, exhibiendo un Ordenamiento constitucional envidiable. Como prueba ahí están las 877 páginas del temprano “Estudio sistemático de la Constitución de 1978” (Editorial Civitas, 1980), dirigido por los profesores Predieri y García de Enterría.
Constitucionalistas, administrativistas, historiadores, politólogos y sociólogos expresan en aquél sus respectivas opiniones profesionales. En conjunto, resultan favorables a la Constitución de la concordia desde el punto de vista técnico-jurídico.
Fue este uno de los primeros estudios científicos serios sobre la Constitución. En él García de Enterría sostiene la doctrina que considera la Constitución norma jurídica directamente aplicable, tesis que ha hecho fortuna en la bibliografía de Derecho Público y en la praxis de los poderes públicos españoles.
El referéndum constitucional del 6 de diciembre de 1978 fue un éxito. La participación alcanzó el 67,11%. Los votos a favor de la Constitución el 87’87%. En Cataluña, en nuestra querida y hoy agitada Cataluña, los porcentajes fueron aún mayores a favor del texto constitucional. Efectivamente, la participación de los catalanes fue del 67’91%. Y los votos a favor de la Constitución -hoy conculcada desleal y alevosamente- llegaron nada menos que al 90’46% de síes.
Naturalmente que la Constitución de 1978 es un texto perfectible. Pero no está justificado reclamar su abrogación como algunas voces piden con peregrinos argumentos.
Tampoco es verdad que se aprobara bajo la presión o temor de nada ni de nadie. El coraje de la clase política de entonces no lo hubiera permitido. Adolfo Suárez, el general Gutiérrez Mellado, Fraga Iribarne y Santiago Carrillo lo demostraron permaneciendo sentados en sus escaños mientras las balas silbaban en el Congreso el 23 de Febrero.
Lo que de malo haya ocurrido para la salud política de España y del Estado en estos últimos lustros, no se puede imputar a una norma, la Constitución.
La Constitución no es culpable. No es culpable de nada negativo para el pueblo español. Al contrario: bajo su vigencia el pueblo vive en libertad y prosperidad, y las puertas de Europa y del mundo se han franqueado a su invocación.
Si se ha torcido la convivencia nacional, si se ha resquebrajado el edificio del Estado, si nos hemos alejado de la concordia, del progreso, de la paz civil, si a veces algunos miran atrás con ira, y si nos encontramos en una hora de desilusión, de extremismos y de ataques a nuestra Nación, ello es imputable sólo a algunos políticos, que han gobernado el Estado desde 1978.
En esta encrucijada, el mayor peligro para la supervivencia de la Nación española proviene de dos enemigos: el populismo, que personifica el rencor y la revancha, y la deslealtad profunda y traidora del separatismo, injustificado en un Estado democrático.
La Constitución de 1978 es una buena norma. Todo depende de las manos del aplicador. Manos que, como nos recordaba reiteradamente el profesor Jiménez de Parga, debían temblar al acercarse a su reforma.
Quienes defienden el cambio de modelo constitucional no nos dicen en qué mejoraríamos. Incluso con mala fe y mendacidad, se la califica de candado y se la quiere romper, de arriba abajo.
A los 37 años de su abrumadora ratificación popular, la Constitución es una buena Constitución. Sus valores y principios han traído prosperidad al pueblo español y un sistema democrático homologable al resto de los países de Occidente. Incluso los supera. La actual Constitución puede seguir siendo rectora del juego político por muchos años.
No se necesitan experimentos. Ni Constitución distinta y nueva. Antes bien se necesitan políticos formados, instruidos en la ‘res pública’, honrados, que amen a su patria indistintamente de su particular ideología y que deseen la prosperidad de sus conciudadanos. Se necesitan políticos leales a la Constitución y al Estado.
Llegados a este punto, honor y gloria a Adolfo Suárez y a todas las personalidades de aquella generación de políticos que, por el camino de la concordia, recuperaron para los españoles la libertad y la democracia.
Que estos supremos valores -concordia, libertad, democracia- no nos abandonen nunca y permanezcan indefinidamente con nosotros.