Los españoles, entre Pablo y Nicolás
Vivir para ver. Resulta increíble, pero es verdad. Con lo que los españoles hemos padecido; las desventuras tan serias que hemos sufrido; los acontecimientos históricos tan ingratos en los que hemos sido protagonistas; las epopeyas más sublimes que hemos coronado; los desencuentros más terribles que como pueblo hemos padecido, como guerras civiles (tres en el siglo XIX; una, cruelísima, en el XX), regímenes absolutistas, oligarquías, dictaduras, delicadísimas crisis políticas, económicas y sociales, crueles terrorismos de diverso signo y un muy largo etcétera.
Ahora, cuando vamos a entrar en la cuarta década de democracia parlamentaria, con una forma de Estado avanzada y vanguardista que la Constitución consensuada de 1978 llama “Estado social y democrático de Derecho”, cuando el español -espectador y expectante- cree que el grado de madurez política, la preparación del pueblo y la sensatez dominan los destinos de nuestra común convivencia, aparece un inesperado fenómeno político de rechazo del juego político plural, una fuerza política revanchista, contraria a las pautas racionales de la política y la economía, cuyos postulados quieren convertirse en el nuevo credo político con el carácter de dogma, que quiere hacer experimentación con nuestras vidas y haciendas, regir nuestra sociedad y pilotar nuestra andadura política.
Poco importa que los aspirantes carezcan de experiencia, de madurez, ni que se presenten sin avalistas ni fiadores. Nada parece importarle al españolito que les apoya y desea votar. La gente le da su apoyo con tal de hacer tabla rasa de lo conocido, lo bueno y lo malo, e instaurar un escenario político donde la voluntad del joven caudillo sea la ley y se silencie o arrincone a la oposición y se amordace a la crítica.
Los seguidores de estos iluminados quieren establecer una nueva vida política en la que, bajo el pretexto de proteger al pueblo, subvenir a sus necesidades y luchar contra la desigualdad, se acomode un régimen político que nazca de los escombros del (dicen) caduco “régimen del 78”, al que, con desprecio y expresiva terminología -que hace ganar adeptos por horas-, llaman, sin ningún rubor, “el candado”, que hay que “abrir”. Mejor sería decir que ellos quieren cerrar y tirar la llave.
A esa revolución le llaman, inteligente y técnicamente, “proceso constituyente”. En esto tienen razón: se trataría de enterrar el modelo de la monarquía parlamentaria, el del Estado social y democrático de Derecho que ha permitido que hasta ellos mismos existan y puedan defender sus liberticidas ideas. ¿No se paran a pensar que no será este “régimen” tan malo cuando sus enemigos pueden participar en el juego político incluso con pretensión de destruirlo? En su lugar se instalaría en el poder una anacrónica oligarquía paleocomunista, rancia y fracasada. La modernidad con la que pretenden presentarse se reduce al hábil manejo de las tecnologías y las llamadas redes sociales, que tantos réditos les dan. En lo doctrinal, como siempre: dogmáticos y autoritarios; y en lo económico, amalgama de teorías sin digerir y con carácter experimental. Una locura.
De nada sirve advertir al españolito del inmenso riesgo y peligro para la libertad (y el pan) que conlleva poner en marcha una aventura populista de voto transversal, como les gusta decir a ellos. Y más temor provoca la irreflexión que da los pocos años y la indigestión de teoría política que se adivina en las disparatadas arengas que sueltan.
No extraña que germine esta semilla del diablo en una sociedad en la que prospera y abunda la figura del pícaro, del conseguidor, por más que éste apenas tenga veinte años. No sólo dice del arte y habilidad del cachafaz en cuestión, astuto y pillo, sino de la catadura de la sociedad que nos rodea, deseosa de ganancias rápidas y directas, ansiosa de tener línea directa con los despachos oficiales y tratar de burlar las formalidades y procedimientos de los concursos públicos y los estrictos requisitos de la contratación administrativa.
Este es el escenario vital y social que los españoles tenemos delante, por surrealista e inimaginable que parezca. Esta es la perspectiva que avizoramos. En 2015 habrá que decidir si nos (des)gobierna un tal Pablo, para luego tener que renacer de las cenizas. Y no cabe esperanza proveniente de las autoridades del marco comunitario europeo. Ni cabe consuelo: otros países también sufren asaltos al “cielo” (al poder) por formaciones heterodoxas y divergentes. Es la hora del vértigo.
Empero también el costumbrismo de nuestra sociedad nos obliga a estar alerta frente a tipos como Nicolás y, especialmente, respecto de los oportunistas y trepadores que le hacen el juego y en el río revuelto cifran obtener sus pingües ganancias.
El próximo año comprobaremos el grado de madurez que se afirma tiene el pueblo español.