Lecciones de Londres para españoles

La serie de actos solemnes y simbólicos que está comportando el fallecimiento de la popular y longeva reina Isabel IIª, cabeza coronada de la Monarquía parlamentaria del Reino Unido, invita, por su singularidad y modélico desarrollo, a algunas reflexiones.
En primer lugar, llama la atención el amplio espacio que los Medios españoles de izquierda están dedicando a la proclamación del nuevo Rey Carlos III de Inglaterra, ofreciendo opiniones muy favorables y admirativas a la Monarquía británica. Empero esto no me entristece.
Lo que sí me apena es que se admire bobaliconamente a la Monarquía británica, protagonista de acontecimientos bochornosos de la familia real, y, en cambio, que esos mismos medios de izquierda anatematicen de forma absoluta., al Rey Juan Carlos, quien a consecuencia de determinadas conductas no ejemplares ha pagado con el máximo tributo de la abdicación, el equivalente a una dimisión. Es decir, le ha costado la Corona, el revés más grave en una Monarquía. Sin embargo, todavía se le sigue exigiendo más. Se le sigue denostando y manteniendo en un injusto e injustificado destierro, del cual único responsable es el Gobierno sanchista, mayoritariamente antimonárquico, Gobierno que tan controvertidamente dirige los destinos de la atribulada nación española. En cambio, hoy es Rey de los británicos quien hace unos años simultaneaba su matrimonio al menos con una tercera persona, la actual reina consorte, Camila, o tiene por hermano a un acusado por graves delitos sexuales.
La segunda reflexión a consecuencia de la muerte de Isabel IIª es la sucesión automática de poderes que permite la Monarquía. Pero hay más. Llama la atención con mentalidad española el juramento de fidelidad al nuevo Rey que le manifiestan todos los parlamentarios, en primer lugar; y exhibiendo ternos de riguroso luto. También la pulcritud en la aplicación de las reglas constitucionales y la estabilidad política resultante que otorga la forma monárquica frente a la republicana. En todo lo anterior deberían reparar los españoles, tan proclives al desencuentro, a dar la espalda a las tradiciones y a los símbolos, y a cultivar la polarización de posiciones políticas. No hay más que poner como botón de muestra nuestro propio Himno Nacional, tan entusiásticamente tarareado en eventos futboleros, pero que carece de letra ante la falta de sentido institucional de los españoles y el desacuerdo en su literalidad.
¿Se imaginan ustedes el panorama que se abriría ante el fallecimiento de un presidente de la República española en el ejercicio de su cargo? ¿Quién le sucedería? ¿Sería aceptado por todos como Carlos III lo está siendo en el Reino Unido? ¿Adivinan ustedes las luchas partidistas que estallarían? Que tomen nota de todo ello tanto antimonárquico visceral y tanto republicano reactivo como florecen en la España del presente.
La tercera reflexión sorprende aún más por cuanto el Reino Unido carece de Constitución escrita. Aun así, desde hace mil años se viene respetando el orden constitucional, la Monarquía parlamentaria. Sólo con la costumbre constitucional, los acuerdos en el Parlamento y las sentencias judiciales, los británicos se gobiernan.
¿Comprenden ustedes ahora por qué Gibraltar rechaza la soberanía española? ¿Qué pasaporte abre más puertas, el de Grande-Marlaska o el del ‘Foreing Office’? Demos gracias a Dios de que en 1704 los ingleses no pusieran la vista en Algeciras ni en Cádiz.