La voladura del Estado democrático de derecho

La voladura como técnica se ha desarrollado con multitud de matices, entre los que habría que destacar especialmente dos. Me refiero a las que se llevan a cabo en tiempos de guerra, cuyo fin primordial es el de la destrucción por encima de cualquier otro propósito, pero también a las que se realizan en tiempos de paz, en el que se cuidan los efectos colaterales de las explosiones con la finalidad de evitar perjuicios.
Quizá el ejemplo más característico de este tipo de voladuras es el que se ejecuta para demoler un edificio o el que se efectúa en una cantera. En ambos se trata de obtener un fin, sea el derribo del inmueble, sea la obtención de material de la cantera, sin causar al mismo tiempo excesivo daño. En todos estos casos, sea en la guerra, sea en la paz, las imágenes que podemos ver son espectaculares, bien por el destrozo que causan, bien por lo grandilocuente de la imagen, un edificio que se desploma sobre sí mismo sin apenas expandir sus despojos unos metros más allá de él mismo o una montaña que estalla controladamente y arroja la piedra que tan ansiosamente buscamos.
Algo similar sucede cuando de lo que se trata es de derribar las instituciones por medio de las cuales nos gobernamos. La fuerza de la guerra se traslada al derribo de las instituciones que imponen los vencedores sobre los perdedores. Las instituciones de estos últimos desaparecen como se esfumaron los edificios, fábricas y estaciones bajo las bombas. Las tropas de Napoleón impusieron las instituciones de su código civil, a fin de asegurar la libertad del individuo y el mercado, al mismo tiempo que derribaban el derecho del antiguo régimen.
Algo parecido sucede en tiempos de revolución. Los revolucionarios siegan tanto cabezas –como coles, decía Hegel-, como las reglas que regían el régimen que se quiere sustituir. La voluntad del comité revolucionario se impone frente a la voluntad regulada por la antigua Constitución, hecha ahora añicos y triturada como un viejo pergamino sin valor efectivo alguno.
Sin embargo, entre las técnicas de la demolición existe una muy sutil, pocas veces utilizada, quizá por la dificultad que entraña. Esta consiste en derribar de manera etérea lo existente al mismo tiempo que se crean las nuevas instituciones que sustituirán a las anteriores. El proceso es silencioso a la vez que simultáneo, pues se demuele al mismo tiempo que se construye. No puede hacerse ni con las técnicas de la guerra ni tampoco con las de la mayor parte de las utilizadas en tiempos civiles.
Lo cuenta muy bien Burgleighg en su libro El tercer Reich, cuando compara lo sucedido en la sociedad alemana en los años treinta del siglo pasado con lo que acontece cuando se trata de reconstruir un puente de una línea férrea mientras que sigue en funcionamiento. Cuenta Burgleighg, que “los ingenieros no podían limitarse a demoler una estructura ya existente, debido a las repercusiones en el tráfico ferroviario. Lo que hacían en su lugar era ir renovando lentamente cada tornillo, viga y raíl, un trabajo que apenas hacía levantar la vista de los periódicos a los pasajeros. Sin embargo, un día se darían cuenta de que el viejo puente había desaparecido y que ocupaba su sitio una nueva estructura relumbrante”.
Imaginemos que nuestra sociedad es un tren dirigido, entre otros, por aquellos que quieren sustituir tornillos, vigas y raíles de las vías por las que hasta ahora transcurrió nuestro viaje y esto lo hacen de manera sibilina y encubierta, mientras nuestra marcha discurre plácidamente, preocupándonos exclusivamente por lo que leemos en el periódico, hoy en el móvil o la tablet, o vemos, cuando desviamos nuestra mirada, a través de la ventanilla en el paisaje, al mismo tiempo que permanecemos inconscientes sobre lo que sucede bajo nuestros pies.
Esta imagen es mucho mejor que las anteriores, sirve para describir qué es lo que está sucediendo en nuestra sociedad, seguimos centrados en nuestros quehaceres cotidianos, mientras que se intenta transformarla. No obstante, hay que justificar esta última afirmación, ¿realmente se está intentado sustituir la infraestructura que permite nuestro viaje? Imaginemos, por un momento, que ese tren, así como las instalaciones que posibilitan su uso, dependen de ciertas gentes, entre ellas de grupos políticos, como ERC, Podemos y Bildu, que ponen “en duda la legalidad democrática del régimen que pretenden derribar” (J. L. Cebrián, El País, 8-II-21). ¿No sería entonces posible pensar que es posible que esto esté sucediendo?
Si esto fuera así, lo mejor sería bajarse del tren y recorrer las vías a fin de comprobar si ese proceso de sustitución se está llevando a cabo. Creo que existen tres elementos que se desenvuelven en dos ámbitos distintos, el de la legalidad y la legitimidad, que nos permiten concluir que eso es lo que ocurre. Sin embargo, no todos se han desarrollado hasta ahora con la misma eficacia, pues mientras que en la legalidad hay junto a realidades palpables, otras meramente proyectadas; en la legitimidad los procesos son mucho más lentos y oscuros, pues en el fondo tratan de conformar al verdadero soberano, la opinión del pueblo. Me limitaré a enumerarlas en orden inverso al expuesto sin detenerme exhaustivamente en ellas.
En relación a los proyectos o proposiciones de ley presentados por quienes nos gobiernan habría que destacar las dos proposiciones de ley relativas al poder judicial. Una de ellas relativa a la mayoría necesaria para elegir a los miembros del órgano de gobierno del CGPJ, se encuentra por ahora aparcada, si bien que por las advertencias de Europa. La otra concerniente a la limitación de funciones del Consejo ya caducado sigue adelante y supondrá la asfixia paulatina de tal órgano de gobierno, esto es, el debilitamiento del tercer poder del Estado. Es cierto que ninguna de tales propuestas es efectiva todavía, pero sí que nos puede dar una idea clara y distinta de cuál sea el propósito de quienes nos rigen.
Con respecto a la legislación ya aprobada merece que se destaque una orden ministerial aprobada por el ministerio de la Presidencia dirigida al control de las redes. Tal orden se basa en disposiciones europeas, aunque lo preocupante es que lo haga falseando lo que estas establecen, pues en ellas se es muy respetuoso con la libertad de expresión, derecho fundamental de todo orden democrático, apreciación que desaparece de nuestra orden. El segundo problema es que el organismo que se diseña es una institución que dependen en un noventa y cinco por ciento del poder ejecutivo, lo que se aleja radicalmente de lo dispuesto en las normas europeas, que establecen que el control de las redes ha de quedar en manos de organismos independientes.
Peor es aun lo que sucede en el espacio de la legitimidad, donde las reformas se ocupan de dos cuestiones que son centrales en nuestro sistema constitucional. Una se refiere al Rey, símbolo de la unidad y permanencia del Estado. Las críticas al Rey denotan una lucha por el control de los símbolos. Si el Rey es la clave de bóveda de nuestra Constitución, derribándola, es decir, poniendo de manifiesto su inconsistencia y su ilegitimidad, se podrá dañar el sistema entero. El otro concierne a la memoria. Existe un proyecto de ley de memoria democrática que es demencial, pues trata de introducir en el mismo saco a la guerra civil, la dictadura y la transición. Si lo logran se habrá deslegitimado la misma Constitución, pues esta se asienta en la concordia y reconciliación entre españoles que se llevó a cabo durante el período preconstitucional y que posibilitó la obra magna de la Constitución.
Después de este paseo entre raíles parece claro que deberíamos prestar más atención a lo que sucede bajo nuestros asientos.