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La lucha por la república

“Es la última palabra de la sabiduría                                                                              Que solo merece la libertad y la vida                                                                                     El que cada día sabe conquistarlas”                                                                             Goethe, Fausto, segunda parte, quinto acto. 

En 1872, Rudolf von Ihering publicó su obra La lucha por el derecho, en la que sostiene paradójicamente que siendo la paz el fin del derecho, esta solo se alcanza, sin embargo, por medio de la lucha, a través del “ejercicio audaz e infatigable del sentimiento jurídico”. La lucha “es el trabajo eterno del derecho”; ella establece el medio para lograr la paz que constituye el término de aquel. El derecho “depende de que estemos dispuestos a defenderlo”, a luchar por él, pues no constituye solo “el trabajo de los poderes públicos, sino también el de todo el pueblo”. Casi cien años después, George Orwel afirmó de manera parecida que “la relativa libertad de la que disfrutamos depende de la opinión pública”, es decir, que el derecho, nuestros derechos y libertades estriban en la opinión pública, en “el temperamento general del país”. De ahí que la “lucha valerosa por el derecho [sea], dirá Ihering, un deber”, “ese noble combate en el cual el individuo se sacrifica con todas sus fuerzas por la defensa de su propio derecho o por el derecho de la Nación”. Por eso, repudiará “la resignación infame ante el desprecio del derecho por cobardía, por comodidad o por indolencia” y sostendrá que se plantee esa lucha, porque en ella se encuentra en juego no solo que se restablezca un derecho pisoteado y lo que pudiera ser objeto de ese derecho, sino también la persona misma, cuya defensa legitima la lucha que pudiéramos emprender. De ahí que afirme que “el agravio contra el derecho conlleva al mismo tiempo un ultraje a la persona”. Esta reivindicación de la persona y su derecho se enmarca en la tradición liberal que arranca del Segundo tratado sobre el Gobierno civil de J. Locke, en el que justifica la obediencia al poder instituido en la medida en que este preserve la propiedad del ciudadano, lo que ha de entenderse como la salvaguarda de su vida, su libertad y sus posesiones. Una tradición que culmina en el ejemplo de las víctimas de ETA, en la medida en que han circunscrito su lucha por el derecho dentro del mismo derecho y no al margen del mismo.

Esta es la razón por la que la contienda por el derecho nos ha de llevar sin solución de continuidad a la primacía del bien público, de la res publica, de la cosa pública. Benjamin Franklin la reivindicó en el discurso final que pronunció en la convención en la que se aprobó la Constitución norteamericana, cuando afirmó:

“Estoy de acuerdo con la Constitución, también con todos sus fallos. Dudo de que pudiéramos conseguir otra convención, de que fuésemos capaces de hacer una Constitución mejor. Porque cuando reúnes un número de hombres, tienes la ventaja de unir su sabiduría, pero también agrupas inevitablemente con esos hombres, todos sus prejuicios, sus pasiones, sus opiniones erróneas, sus intereses locales y sus puntos de vista egoístas. ¿Puede esperarse de una asamblea así un producto perfecto? Estoy de acuerdo con esta Constitución porque no espero una mejor y porque no estoy seguro de que no sea la mejor. Las opiniones que tengo sobre sus errores, las sacrifico por el bien público”

Cuál es el bien público que habríamos de preservar en nuestra sociedad o dicho de otra manera cuáles son los presupuestos de nuestra cosa pública, esto es, de nuestra res publica. En mi opinión ese bien público por el que deberíamos combatir, puede resumirse en los siguientes postulados: primero, la lucha por la democracia, esto es, por la soberanía del pueblo que viene expresada por la voluntad general. Esta es abstracta, universal y en consecuencia formal, por lo que debe determinarse, en segundo lugar, por medio de nuestra particularidad, mediante la expresión de las voluntades individuales de la ciudadanía que, en el ejercicio de sus derechos y libertades, ha de recuperar el interés general a fin de evitar la arbitrariedad y maldad que conlleva toda particularidad. Esto se alcanza en tanto que nuestra subjetividad se ejerza por medio del ejercicio del derecho de participación, que actúa al mismo tiempo como límite de los resultados que puedan alcanzarse por medio de la suma de restas y sumas de voluntades particulares, esto es, por medio del principio de la mayoría.

Los riesgos que asumimos al decidir a través de las mayorías, quedan amortiguados en tanto que no cabe que esas mayorías actúen racionalmente frente a lo que las posibilita, por lo que las decisiones mayoritarias no pueden contravenir el imperio de los derechos y libertades individuales, ya que son estos los que las hacen posibles. El problema de Kelsen radicó en que creyó que era posible limitar las decisiones mayoritarias por medio del reconocimiento por parte de esas mismas mayorías de un conjunto de derechos público-subjetivos. Sin embargo, no advirtió que si hacía recaer el origen de tales derechos en la mayoría, a la que esos derechos habrían de limitar, entonces esos derechos no constituirían auténticos límites, pues dependían de que la propia voluntad mayoritaria decidiera, en su caso, su limitación, suspensión o anulación. En definitiva, los derechos y libertades individuales se concibieron dependientes de las mayorías, por lo que constituyeron simplemente una autolimitación, que como tal siempre puede dejar de serlo, pues se encuentra al albur de la voluntad que la creó. Las consecuencias de tal concepción se apreciaron con claridad en la debacle en la que concluyó la República de Weimar.

En tercer lugar, nuestro orden jurídico-político viene definido por la división de poderes, legislativo, ejecutivo y judicial. Este último se diferencia radicalmente de los dos primeros, en tanto que no se sustenta ni en la fuerza, propia del ejecutivo, ni en la voluntad mayoritaria, propia del legislativo; solamente posee el poder del discernimiento. A pesar de su debilidad constitutiva, es un poder central en el Estado democrático de derecho, pues vigila que nuestros derechos queden preservados ante lo que pudiéramos definir como excesos perpetrados por las decisiones mayoritarias. Un ejemplo de esto lo hemos podido comprobar en las últimas semanas por medio de las decisiones de nuestro Tribunal Constitucional en relación con las medidas adoptadas para combatir la epidemia del covid. Especialmente relevante fue la que consideró que nuestros derechos no fueron simplemente limitados, sino suspendidos, lo que no podía ampararse bajo la institución que se utilizó, la del estado de alarma.

En definitiva, esos tres principios, la soberanía popular; el reconocimiento de los derechos y libertades individuales y la división de poderes, en la que el poder judicial adquiere una relevancia central para asegurar tanto el interés general como nuestros derechos, constituyen los pilares esenciales a fin de preservar el bien público, la cosa pública o la res publica. Aunque no deberíamos olvidar que esos tres principios se encuentran en nuestra Constitución, asentada sobre el interés general del pueblo. De ahí que la lucha por la res publica ha de entenderse como la lucha por nuestra Constitución. Por eso, merece la pena que su cuadragésimo tercer aniversario, que se producirá dentro de unos días, el seis de diciembre, sea recordado en este acto.

Nuestra Constitución funda un Estado democrático de derecho, una democracia, cuyo principio regulador, tal y como sostuvo Raymond Aron, se asienta, en primer lugar, sobre una competición pacífica, sin violencia ni crímenes políticos, que implica el respeto de las leyes, especialmente de la norma constitucional como norma primera del sistema jurídico y, en segundo lugar, sobre la posibilidad de sostener opiniones propias, apasionadamente partidistas, aunque con la limitación de no llevar tales pasiones hasta el extremo de que desaparezca la posibilidad del acuerdo, lo que exige, dicho de otra manera, la preservación del sentido de compromiso en torno a los principios que constituyen el armazón de la trama institucional que supone la Constitución.

Vosotros, pues a los alumnos de la Facultad de Ciencias Política me refiero, recibisteis de vuestros mayores una Constitución espléndida, símbolo de civilización, quizá lo mejor que nuestra sociedad haya logrado alcanzar en su historia. Su ausencia, si en algún momento se produjera, supondrá el inicio de la barbarie. La Constitución no surgió de la nada, pues por ella hubo que luchar. “Todo derecho en el mundo debió ser adquirido –dirá Ihering-, mediante la lucha”. En la Transición se luchó. Según J. Mª Maravall, “la movilización ciudadana fue considerable […] Los franquistas se opusieron violentamente a la Constitución de 1978, con dos golpes militares en febrero de 1981 y junio de 1985 e innumerables conspiraciones. La Transición no fue pacífica: hubo más de 660 muertos entre 1975 y 1982”. Entre ellos y fundamentalmente las víctimas de ETA, casi novecientos asesinatos y miles de heridos, son muestra de lo que quiero decir. Ellas constituyeron nuestro escudo protector frente a la barbarie, defendieron con su sacrificio nuestro derecho. La mayoría hemos gozado de la paz de esa Constitución, sin tener apenas que luchar por ella, lo que ha inducido al equívoco de que lo que poseemos se alcanzó sin esfuerzo, sin lucha. Solo ahora cuando hace ya unos años, desde el “otoño salvaje de 2017”, se ha iniciado el camino de su pérdida, es cuando empezamos a adquirir conciencia de que su goce requiere de nuestro compromiso y trabajo, de que la paz que aporta, exige de nuestra entrega y nuestra pugna. La Constitución no se sostendrá por ella misma, ni permanecerá si no somos capaces de defenderla.

Este acto cuenta con la presencia de Maite de Araluce, presidenta de la Asociación de Víctimas del Terrorismo desde 2018; hija de Juna María de Araluce, presidente de la Diputación de Guipúzcoa asesinado por ETA el 4 de octubre de 1976 junto a su conductor y tres policías de escolta. Quisiera hacer un par de reflexiones en torno a ese asesinato y la fecha en que se produjo. La primera cuestión es la del crimen político y el intento de su justificación, es decir, la de si la violencia política tiene o no sentido. Kant mantuvo que nunca lo tiene, pues la violencia solo genera más violencia. La lucha por el derecho ha de llevarse a cabo en el derecho, tal y como nos han enseñado con dolorosa reiteración las víctimas del terrorismo en nuestro país.  

Adolfo Suárez había captado con meridiana claridad el espíritu de nuestra sociedad cuando en su primer discurso televisivo del 9 de junio de 1976 sostuvo la necesidad de “elevar a la categoría política de normal, lo que a nivel de calle es plenamente normal”. La democracia se encontraba de algún modo ya arraigada entre la población, incluso antes de que se alcanzara formalmente. Pero, ¿qué estaba sucediendo en la España oficial en esa época? Me referiré a una serie de acontecimientos que me parecen relevantes y que muestran que si aún no estábamos en un Estado democrático de derecho, íbamos velozmente tras él. El dos de junio de 1976, el rey pronunció un discurso ante el congreso de Estados Unidos, en el que se comprometió

“a ser una institución abierta en la que todos los ciudadanos tengan un sitio holgado para su participación política sin discriminación de ninguna clase y sin presiones indebidas de grupos sectarios y extremistas. La Corona ampara a la totalidad del pueblo y a cada uno de los ciudadanos, garantizando a través del derecho, y mediante el ejercicio de las libertades civiles, el imperio de la justicia.

La monarquía hará que, bajo los principios de la democracia, se mantengan en España la paz social y la estabilidad política, a la vez que se asegure el acceso ordenado al poder de las distintas alternativas de gobierno, según los deseos del pueblo libremente expresados”

Como podemos apreciar en ese discurso, el rey defendió dos de los principios básicos de un orden jurídico-político de carácter democrático, la defensa de los derechos y libertades individuales, así como el principio de la soberanía popular. Estas palabras fueron respaldadas por la práctica del gobierno Suárez. Primero cuando el ministro de Asuntos Exteriores, Marcelino Oreja, anuncia ante la Asamblea General de Naciones Unidas que el día 28 de septiembre de 1976 procederá a la firma, en nombre de España, de los Pactos Internacionales sobre derechos humanos, el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos y el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales. Unos meses después el Rey, refrendado por el Ministro de Asuntos Exteriores, Marcelino Oreja, la ratificó. Este había asegurado en Nueva York que con esa firma “el Gobierno español quiere expresar su firme voluntad de hacer del respeto a los derechos humanos y a las libertades fundamentales pieza clave de su política interna y exterior”, al mismo tiempo reconoció que

“Mi país atraviesa ahora un proceso de transformación de sus estructuras interiores que le conduce, porque esa es la voluntad del pueblo español, del Gobierno y de la Corona, a la implantación de un sistema democrático, basado en el reconocimiento de la soberanía popular”

Justamente ese reconocimiento de la soberanía popular es lo que se llevó a cabo por medio de la Ley para la Reforma política que se aprobó en referéndum el 15 de diciembre de 1976. Después se celebraron elecciones libres con la participación de todos los partidos políticos el 15 de junio de 1977, entre ellos el partido comunista quien tuvo claro que la cuestión central no la constituía la disyuntiva entre república o monarquía, sino la lucha por la democracia, en la que la soberanía radica en el pueblo, que es plenamente compatible con la institucionalización de un Jefe del Estado que reine, pero no gobierne. Finalmente, en octubre de 1977, se aprueba por las nuevas Cortes democráticas la ley de Amnistía que respondía también, entre otras cosas a la política de reconciliación defendida por el mismo partido comunista desde 1956.

Estos son los hechos que se sucedieron en el tiempo en que se produjo el asesinato político, entre otros de Juan María de Araluce. Unos hechos que fueron los que trajeron el marco jurídico político que presuponía y posibilitaba el Estado democrático de derecho, lo que terminó por consagrarse en la Constitución. Se ha dicho que la Transición “fue consecuencia de un fraude pactado entre franquistas deseosos de mantenerse en el poder a toda costa, capitaneados por Adolfo Suárez, e izquierdistas claudicantes capitaneados por Santiago Carrillo, un fraude cuyo resultado no fue una auténtica ruptura con el franquismo y dejó el poder real del país en las mismas manos que lo usurpaban durante la dictadura configurando una dictadura roma e insuficiente, defectuosa […Eso] es un error. Aunque no tuviera la alegría del derrumbe instantáneo de un régimen de espantos, la ruptura con el franquismo fue una ruptura genuina”.

Después la sinrazón de ETA se encerró en un bucle de violencia política atroz del que todavía estamos esperando que se arrepientan y condenen. No lo hacen, todo lo contrario, organizan ongi etorris, los homenajes que se realizan para distinguir a ex terroristas que nunca se arrepintieron de lo que hicieron y que lo que persiguen es la glorificación y legitimación de sus actos de terror. No es posible sostener que esos actos sean correctos, por más que ni estén prohibidos ni se ilegalicen. “¿Cuántos adalides contra ETA han sido incapaces -se pregunta Javier Cercas-, de reconocer que en los años ochenta celebraban cada bomba de ETA?”. ¿Acaso no se cree ahora en la sociedad vasca -sigue insistiendo Cercas-, que “el apoyo a ETA fue una cosa de unos pocos botarates de pueblo, y no de una escalofriante cantidad de vascos (empezando por algunos de sus más refinados intelectuales)?”. Tenemos que afrontar la verdad, al mismo tiempo que hemos de entender que ni el crimen político ni su justificación caben en una democracia que se considere sana. La democracia tolera la discrepancia, pero siempre dentro de la ley. La ley está para cumplirla, pero también para cambiarla, si es que nos parece inadecuada, pero nunca para violentarla.

La comisión por parte de ETA de multitud de crímenes políticos, no hizo sino aumentar el dolor de una población que nunca perdió de vista que la solución del problema no se encontraría más allá del derecho. Podría haberse producido una reacción al modo de lo que sucedió en Irlanda del Norte, frente al crimen de los secesionistas, la réplica también criminal de los unionistas, pero afortunadamente no sucedió. Se esperó la respuesta de la ley. La actitud del pueblo español ante tan terribles acontecimientos, fue ejemplar. Recuerdo que el horrible asesinato de Miguel Ángel Blanco, anunciado días antes, no llevó a una respuesta irracional, lo que en todo caso podría incluso haberse justificado. Pero no, no sucedió así, todo lo contrario. El día en que lo asesinaron, el 13 de julio de 1997, se produjo aquí, en Granada, una concentración espontánea a las puertas de la catedral. Lo mismo sucedió en muchas otras partes de España. Yo pasaba por allí y me sumé. La gente se encaminó hacia la Gran Vía y descendió por Reyes Católicos. Ante mi asombro no se gritaban improperios, sino que se caminaba en silencio, una calma rota sucesivamente por el grito de “ETA no, vascos sí”. Era como si se quisiera reconducir al pueblo vasco, que en una medida considerable respaldaba a ETA, hacia el camino del derecho, que es el de la razón. Ihering defiende que el sentimiento jurídico es una “suerte de intuición adquirida y cultivada que nos lleva a reconocer lo justo de lo injusto, lo legítimo de lo ilegítimo y lo legal de lo ilegal, poniendo en marcha un mecanismo afectivo que nos lleva a reaccionar emocionalmente contra las conductas o hechos antijurídicos, y que nos empuja a presionar los resortes procesales necesarios para accionar la maquinaria judicial, defender nuestros derechos y, al mismo tiempo, salvaguardar el Estado de derecho”. Kant lo dirá de otro modo en La fundamentación de la metafísica de las costumbres cuando sostenga que “la razón humana puede ser llevada en lo moral, aun en el entendimiento más ordinario, fácilmente a [una] mayor corrección”. Precisamente eso fue lo que vi y oí aquella tarde noche por las calles de Granada. Un pueblo que resistía pacíficamente, dentro de la ley, “ante semejante violación de[l…] derecho”. “Ningún pueblo puede, en caso alguno, abandonar la defensa de su derecho, porque no existe ningún poder superior que asuma la tarea de reafirmarlo en su nombre”. Creo que no hay mejor ejemplo de lo que supone una intuición o sentimiento, diría Ihering; de lo que implica un entendimiento ordinario, afirmaría Kant; pero una intuición y una comprensión perfectas, al fin y al cabo, que lo que está recogido en nuestra Constitución: el establecimiento de la convivencia sosegada en una nación de ciudadanos libres e iguales, que quieren vivir en paz y dirimir sus diferencias de acuerdo con el derecho, pues el “hombre sin derecho se rebaja al nivel de bruto”.

Creo que Maite de Araluce y la asociación que preside, la Asociación de Víctimas del Terrorismo, son un ejemplo de todo lo que acabo de decir, un modelo en las más difíciles circunstancias de la lucha por el derecho, de la defensa de la Constitución y, en definitiva, de la salvaguardia del Estado democrático de derecho. Ahora creo que es el momento de cederle a ella la palabra.

Autor del artículo: José Joaquín Jiménez Sánchez

Doctor en Derecho y profesor titular de Filosofía del Derecho, UGR. Socio fundador del Foro para la Concordia Civil.

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