Imposición lingüística: el caso de Canet

Hace tiempo que se sabe que el nacionalismo es una patología política que engendra los mayores males para la sociedad que lo padece. Con razón, el que fuera presidente de la República Francesa, el socialista François Mitterrand, afirmó que “El nacionalismo es la guerra”; y el antiguo presidente de la Comisión Europea, Jean Claude Juncker, aseveró que “El nacionalismo es veneno”.
“Guerra” y “veneno”, dos adecuados y expresivos conceptos que dejan claro qué es el nacionalismo y a qué degradación y ruina puede llevar a la población que lo sufra.
Desde el punto de vista político, España, como Estado, sufre, por desgracia, los llamados nacionalismos periféricos en las Comunidades de Cataluña, País Vasco y Galicia, aunque ahora el fenómeno se está recrudeciendo en Baleares y Valencia.
En todas estas Regiones autónomas el nacionalismo -con sus secuelas de intolerancia, separatismo, imposición lingüística y división social- ha conquistado el poder gracias a la izquierda política, que ha abandonado su tradicional carácter internacionalista y se ha convertido en su aliada.
En efecto, la izquierda de nuestros días padece de estrabismo político al considerar al nacionalismo una fuerza progresista, cuando es lo contrario: el nacionalismo es una posición políticamente retrógrada, fosilizada, inmadura.
Aquí reside la fuerza de los particularismos españoles: en la incomprensible ayuda que le brinda una izquierda desorientada que ve progreso en el nacionalismo, cuando es todo lo contrario. Este es el fondo del problema. Así se explica el auge de los nacionalismos que atenazan y condicionan la vida social y política de la España de nuestros días.
Si bien es verdad que todos los Gobiernos desde 1978, sean de izquierda o de derecha, han hecho concesiones a los nacionalismos periféricos, es el actual Gobierno que preside Pedro Sánchez el que, por necesitar los votos de los nacionalistas para mantenerse en el poder, está llevando a cabo el mayor desmantelamiento del Estado, colocándolo en una situación de dramática debilidad.
Es así como ha concedido un régimen penitenciario privilegiado a los sediciosos catalanes, les ha indultado y ordenado a la Fiscalía y Abogacía del Estado que no persigan o se allanen en los procesos abiertos contra aquellos. Por eso Sánchez cortocircuita las instancias judiciales, pues no quiere que Puigdemont sea entregado.
Por eso, a cambio de los votos de Rufián, Junqueras y Otegi, Pedro Sánchez calla en el escandaloso e intolerable caso del niño de Canet de Mar.
No sé qué más se necesita después de este bochornoso suceso, que revela un alto grado de odio nacionalista y el silencio censurable de un Gobierno que antepone su permanencia en el poder a la defensa de la justicia y de los derechos de los ciudadanos.