¿Es España hoy un Estado de Derecho?
“No importa cuán elevado estés: la Ley siempre estará por encima” (Alfred Th. Denning, juez británico).
Cuando se aprobó la vigente Constitución (CE) -hará próximamente cuarenta años- muchos sentimos una gran satisfacción, especialmente los juristas. La razón era que pasábamos de un régimen autocrático, sin apenas garantías jurídico-políticas, a un sistema político-constitucional avanzado, garantista, con separación de poderes, en el que imperaba el principio de legalidad (el ‘rule of law’ anglosajón) y el control judicial sobre la actividad de los poderes públicos.
Los españoles poníamos así, pacíficamente, fin a un régimen dictatorial, personalista, y en su lugar instaurábamos el modelo de Estado imperante en las democracias consolidadas de Europa. Un modelo admirado y envidiado: el Estado de Derecho. El modelo político de la vieja Europa y del mundo anglosajón. Un sistema jurídico acorde a la dignidad del hombre y del ciudadano. A él se añadió el sistema político democrático: elecciones libres y periódicas y el derecho a fundar partidos políticos. Por eso la CE proclama en su Preámbulo, y en el artículo 1.1, que “España se constituye en un Estado social y democrático de Derecho”.
La democracia y el Estado de Derecho son, pues, las dos instituciones que permiten ejercer las libertades políticas. Dos instituciones; una política, la primera, y la otra, jurídica, el Estado de Derecho. Y ambas son imprescindibles para que los ciudadanos sean titulares de libertades civiles y políticas en una posición subjetiva activa: con garantías frente a intromisiones ilegítimas de los poderes públicos.
Sin embargo la democracia y el Estado de Derecho exigen -de gobernantes y ciudadanos- el más exquisito equilibrio entre los poderes públicos y un absoluto respeto a los procedimientos legales, esencia de aquélla. En efecto, cuando un gobernante -que ejerce su cargo en el marco de un Estado democrático de Derecho- o un ciudadano -de un país democrático y libre- no respetan las reglas democráticas o sus principios jurídicos, atentan gravemente contra el Estado de Derecho, contra la democracia, y vulneran lo uno y lo otro.
Si este comportamiento se generaliza en la clase política y la sociedad, podremos afirmar sin exageración que ese país no se gobierna democráticamente y que el Estado no responde al modelo del Estado de Derecho, aunque lo proclame abierta y formalmente su Constitución, como lo hace la nuestra de 1978. La razón estriba en que, en esos supuestos, ni gobernantes ni ciudadanos se atienen a sus respectivos deberes de respetar el marco jurídico, fuente de la paz civil. Adviene entonces el caos político y social, al transgredirse ciertos límites, al no observar las normas ni cumplir las exigencias que impone el ‘status’ de Autoridad -o de ciudadano- propias de un Estado democrático de Derecho.
El deterioro actual de España como Estado de Derecho es algo que los juristas ya no podemos negar ni disimular. La Autoridad democrática vive sus horas más bajas, aunque ella está sobradamente legitimada para ejercer el poder. Y el ciudadano campa hoy por su irrespetuosidad e insumisión a las Leyes. En estos últimos cuarenta años, de manera progresiva, ni gobernantes ni ciudadanos son ejemplo de cumplimiento de la Ley ni de las reglas democráticas. El ataque y erosión al Estado de Derecho son continuos. Los comportamientos contrarios al Estado de Derecho son frecuentísimos. Van desde aquellos que circulan antirreglamentariamente (por las aceras, por pasos o zonas peatonales) a quienes en Cataluña han dado un golpe de Estado o usurpan el dominio público en un ilegítimo aprovechamiento ideológico y partidista que la Ley no autoriza. O las conductas de aquellos que protestan bloqueando salvajemente vías públicas, sin importarles nada el derecho de los demás a circular libremente por ellas. O los inmigrantes que asaltan las fronteras, lesionan a los funcionarios que las custodian y luego venden artículos y productos falsificados que perjudican gravemente el comercio regular. Actitudes como la criminalización del investigado judicial, que destruyen la presunción constitucional de inocencia. O el mercadeo político con la interposición y/o retirada de recursos y acciones judiciales. O la deslealtad constitucional. O la existencia de partidos que se afanan en la fragmentación del Estado, o son de carácter totalitario. O el enfrentamiento entre Comunidades autónomas y Gobierno cuando las mayorías políticas son de distinto signo. Y lo contrario: mayores posibilidades de acuerdo cuando son del mismo partido. O anteponer los intereses partidarios al interés general. O aprovechar las Administraciones públicas para colocar a ‘los nuestros’. O abusar de la institución del Decreto-Ley, dando la espalda al Parlamento. O la ‘okupación’ de viviendas. O, por último, el ‘trilerismo parlamentario’ para sortear los obstáculos legales. Por último, tampoco va a la zaga el incumplimiento de resoluciones judiciales.
Todo ello, en mi opinión, apunta a que España hoy no es un Estado de Derecho pleno.