Elogio de una Ley
Con toda razón afirman los acreditados juristas García de Enterría y Tomás Ramón Fernández que la teoría del contencioso-administrativo contra las decisiones de las Administraciones y la responsabilidad patrimonial son los dos principios capitales del Derecho Administrativo.
Por eso resulta adecuado destacar que hace sesenta años se aprobó la relevante Ley de la Jurisdicción Contencioso-administrativa (LJCA) de 27 de diciembre de 1956, vigente hasta el 15 de diciembre de 1998. Jurisdicción importantísima para todo Estado que se precie de respetar los derechos humanos, ante ella los ciudadanos pueden impugnar actos y reglamentos de las Administraciones públicas y ver anulados aquellos que sean contrarios al Ordenamiento jurídico. El dato de que esta norma haya convivido 20 años con la Constitución de 1978 es una contundente prueba del adelanto y perfección técnica de la citada regulación legal, hoy sustituida por la de 13 de julio de 1998, nacida ya en plena democracia.
Conviene resaltar la favorable acogida que aquélla tuvo como garantía judicial de los españoles en la Dictadura, y la esperanza que suscitó en aquel triste Régimen de fuerte restricción de las libertades y derechos. Por fin, frente a los abusos del poder, una Ley encomendaba a verdaderos Tribunales especializados, que no especiales, encuadrados en la común organización judicial, la facultad de revisar los actos y disposiciones de las Administraciones públicas y de sus autoridades, quienes gobernaban sin oposición.
La LJCA de 1956 -como las de Expropiación forzosa (1954), de Régimen Jurídico de la Administración del Estado (1957), de Procedimiento Administrativo (1958) o de Entidades Estatales Autónomas (1958)- fue obra de aquella excelente generación de administrativistas llamada “Generación de la Revista de Administración pública”, fundada en 1950. Pertenecieron a ella conspicuos juristas. Entre otros, García de Enterría, González Pérez, Villar Palasí, Garrido Falla, Martín Retortillo, López Rodó y Clavero Arévalo.
La LJCA, alumbrada en un marco político-jurídico adverso para los derechos civiles y políticos, representó en su tiempo, sin embargo, un útil instrumento de limitación del ejercicio del poder de las autoridades franquistas. Al decir de uno de sus autores, el profesor González Pérez, la LJCA “constituyó un paso decisivo y prestó tutela judicial efectiva en este orden jurisdiccional”, considerándola él “entre las más avanzadas”. Pero el testimonio valioso es el del catedrático de Derecho Procesal Niceto Alcalá-Zamora y Castillo, que, desde su exilio mejicano, escribió en una revista de la especialidad: “Sería absurdo tildar de totalitario el texto, a causa de las circunstancias en que se ha promulgado, y entrañaría grave error que el día de mañana fuese víctima de uno de esos ciegos bandazos derogatorios a que tanto propende el temperamento político español […]”.
La Ley consagró importantes innovaciones que acercaban España al modelo de Estado de Derecho. Primeramente, la norma “judicializó” íntegramente la materia contencioso-administrativa. En adelante los órganos de la Jurisdicción contencioso-administrativa estarían plenamente encuadrados en el Poder judicial y dejarían de ser apéndices administrativos del Poder ejecutivo. Después, la Ley de 1956, desde su vigencia, tuvo el acierto de exigir una sólida formación especializada en Derecho Administrativo a los jueces que habían de impartir la justicia administrativa. Por primera vez en la historia del contencioso-administrativo español se convocaron oposiciones a plazas de magistrado para integrar los órganos de la Jurisdicción contencioso-administrativa.
Como hija de la época, nacida en plena dictadura, la LJCA de 1956 podría recibir, no obstante, algunos reparos que ensombrecen su luminosa y magistral Exposición de Motivos, cuando señalaba: “El nuevo texto permite el acceso a los Tribunales con una generalidad que sólo se da en los ordenamientos jurídicos más avanzados” (EM, IV, 3). En consonancia, el principal reproche a dirigir al texto legal fue, sin duda, la inmunidad jurisdiccional que consagró para los llamados “actos políticos del Gobierno”, del artículo 2º, b) de la Ley, verdadera válvula de escape del sistema de garantías del administrado. Empero una ortodoxa interpretación jurisprudencial, que practicaron los magistrados, como también la doctrina administrativista, y la crítica desatada por los justiciables, la prensa y la oposición política, lograron paulatinamente reducir drásticamente aquellas inmunidades del poder que contenía el desdichado precepto. Precepto que, en las postrimerías del franquismo, quedó de reducidísima aplicación.
La LJCA de 1956, antecedente y base amplia de la actual de 1998, puede ser considerada como una norma avanzada en el control de los poderes públicos de la época y marco jurídico que favoreció la protección judicial de los derechos y libertades. No en vano, durante veinte años de democracia el texto de 1956 nos ha acompañado, y gran parte de él ha pasado al vigente de 1998.
Ello prueba la verdad de la afirmación de que “El Derecho constitucional pasa, el Derecho Administrativo permanece” (O. Mayer).