Elecciones libres
Quienquiera que esto lea creerá -por el título de la presente tribuna de opinión- que me refiero a un tercero y lejano país en que, tras alguna delicada peripecia política ocurrida en su historia, la ciudadanía, el pueblo, recobra la libertad política, se sacude el yugo de una dictadura negadora y alcanza la virtualidad de poder pronunciarse en libertad.
Pues bien, ese escenario, aparentemente imaginario, no es tal. Nos pertenece a nosotros, los españoles. Es real. Me refiero a un acontecimiento político de primera magnitud sucedido hace cuatro décadas.
No cabe calificar de otra manera, tras cuarenta y un años de sequía democrática (1936-1977), la convocatoria de aquel Gobierno presidido por Adolfo Suárez -siguiendo la encomienda del rey don Juan Carlos- que llamó a los españoles a que eligieran a sus representantes para que éstos ejercieran el poder constituyente en uso de la soberanía popular recobrada merced a la Ley para la Reforma política (18.11.1976).
En concreto me refiero al ilusionante y trascendental acto de convocatoria de elecciones generales que tuvo lugar para el 15 de junio de 1977. Ilusionante, porque deseábamos salir de cuatro décadas de oscuro y restrictivo simulacro de democracia, llamada democracia ‘orgánica’. Y trascendental, porque -sin exageración- los resultados de esa libre consulta popular conduciría a los españoles a la formación de un Parlamento, unas Cortes, diríamos que constituyentes, que elaborarían y harían aprobar un texto constitucional que cortaría las cadenas de un pasado tormentoso, y alumbraría un amanecer constitucional, democrático, plural, satisfaciendo así la vocación orteguiana de superar nuestros demonios patrios e integrarnos en el solar ancho y salvífico de Europa.
Lo que se prometió en 1976, se cumplió. De la dictadura a la democracia a través de la ley. Sin ruptura. Así fue como se respetó el ‘Estado de legalidad’, que no de Derecho, pues el régimen franquista no lo era, pero sí disponía de una legitimidad que los estudiosos y expertos han reconocido como legitimidad de ejercicio (“La Constitución española”, R. Fernández-Carvajal González, Editora Nacional, Madrid, 1969, 182 págs.).
Hoy hace treinta y siete años que la población española de entonces fue llamada a secundar la apasionante aventura (no se conocía cómo se culminaría) y la ignota trayectoria de transitar de un régimen autoritario, decrépito, a una plena democracia parlamentaria y plural, moderna y avanzada, sin sufrir por el camino derrotas y errores en el blanco a conseguir: dotar a España de una Constitución política que permitiera traspasar el dintel de Europa y, a la vez, propiciar un juego político interno de estabilidad fructífera y conveniente, escenario muy alejado de la convulsa crónica política de la primera mitad del siglo XX y todo el siglo XIX.
La responsabilidad y el acierto de la ‘elite’ gobernante de entonces (1976-1978) -aquella generación de la llamada Transición a la democracia integrada por personas de alto nivel formativo, acendrado sentido del Estado y porvenir resuelto individualmente-, tanto de una ideología como de la otra, de izquierda como de derecha y de centro (franquistas reformistas, democristianos, comunistas, socialistas, liberales y socialdemócratas), logró el histórico milagro de consensuar y acordar una Ley política, la Constitución de 27 de diciembre de 1978, que ha posibilitado casi cuarenta años de libertad y democracia; que ha conseguido que los españoles pierdan aquel atávico complejo de inferioridad respecto de los países allende los Pirineos, y hoy podamos codearnos con nuestros convecinos europeos, continentales e insulares, al mismo nivel sin complejo.
En efecto, las fechas históricas pueden traspapelarse, pueden, incluso, olvidarse. Es verdad. Ello es síntoma de normalidad, de habitualidad. Como es la democracia. Pero si queremos tomar el pulso a nuestros días tenemos que volver la cara atrás y reflexionar de dónde venimos. No se puede conocer el hoy sin recordar, estudiar, comentar y, en nuestro caso, admirar los orígenes y fundamentos de este sistema político que nos ha permitido recobrar la dignidad de ciudadanos y asumir la titularidad, nada menos, que de la soberanía nacional.
La gran generosidad y altura de miras de nuestros conciudadanos del último cuarto del siglo XX han posibilitado que los españoles vivamos hoy libres y seamos dueños de nuestro destino.
La vigente forma política de gobierno, la monarquía parlamentaria, no es ajena al éxito de la Transición y a nuestra estabilidad y felicidad política, como señalaba la buena Constitución de 1812.
Por ello, raya en el disparate, y acerca el Estado al abismo, tanto ‘antisistema’, tanto comportamiento extravagante y excéntrico hodierno sin ofrecer a cambio más que la nada política.
Sirvan estas líneas de homenaje a quienes, con su sacrificio personal y colectivo y autolimitación ideológica, nos enseñaron con el ejemplo de la Transición el camino de la concordia política.