El valor de la concordia política
La muerte de Adolfo Suárez ha vuelto a poner de actualidad un concepto que hunde sus raíces doctrinales en las escuelas más clásicas de la filosofía política: el concepto de la concordia.
A veces los árboles no dejan ver el bosque. Sucede en política que estamos tan acostumbrados a conocer el desarrollo y aplicación de las distintas políticas y medidas de gobierno que no reparamos en que hay que volver al concepto primigenio: hay que recuperar el sentido de la vida política.
Para ello nada mejor que refrescar la memoria y recordar cuál es el sentido auténtico de las instituciones públicas y de la convivencia social. Ello sucede con la idea de la concordia, de la armonía en política. Usando de terminología clásica, con Aristóteles habría que decir que hay que ir a la causa de las cosas. “La causa es un principio real, un principio de la realidad o de la existencia de algo. Y un principio es aquello de lo cual algo procede” (“La concordia política, causa eficiente del Estado”, Félix A. Lamas, UCA, 2009, p. 2). La existencia del Estado procede del grado de concordia que reine entre los hombres. Todavía más. También la justicia y el Derecho existen y se dan en el Estado en la medida en que exista concordia política. La concordia política es causa eficiente del Estado y de algo más, el bien común.
Consecuentemente -la teoría lo corrobora- la concordia es un concepto fundamental y esencial para afirmar la existencia del Estado y, aún más, para conocer la calidad de las relaciones sociales y políticas que puedan darse en su seno.
La concordia se da en la koinomía aristotélica, en comunidad. Sin concordia no existe koinomía, no existe Estado en terminología moderna. El fin del Estado es vivir bien. La agrupación de los hombres en Estado tiene esa finalidad. La Constitución gaditana de 1812 lo entendió bien cuando reprodujo la meta de todo buen Gobierno: procurar la felicidad de los ciudadanos.
Advierte Aristóteles que lo que produce la unión entre los hombres y hace surgir la organización política llamada Estado es, en definitiva, la homónoia, la concordia. Si no existe o desaparece la homónoia, no se puede afirmar que exista Estado. En todo caso, la vida pública y las relaciones sociales serían de baja calidad y no se perseguirá el bien común, el interés general del artículo 103.1 de la Constitución de 1978. Sin ello no se justifica la acción de gobierno.
Por tanto la cuestión no es pura y exclusivamente teórica o doctrinal sino también real, práctica. De ahí que defendamos como valor político imprescindible la existencia de concordia en las relaciones políticas, un valor que a lo largo del desarrollo de la vida democrática española desde la Transición ha ido disminuyendo o desapareciendo, dando lugar a gobiernos y políticas alejados de la búsqueda del interés general. El actual grado de corrupción constatado en la vida política española no es ajeno al olvido o a la ausencia de concordia.
Cuando se practicó la concordia tras la dictadura franquista, se consiguió una modélica y elogiada empresa política, se construyó un Estado democrático y constitucional y se sellaron pactos y acuerdos que hicieron posible la recuperación de las libertades y el afianzamiento de la democracia parlamentaria.
Cuando la política española no viene presidida por la concordia no hay pacto ni consenso, sino batallas propiciadas por las mayorías, legítimas en democracia pero expresión de lucha y tensiones políticas.
Para recuperar un clima político apacible; para que la política discurra por cauces de racionalidad; para que la acción de gobierno se dirija a satisfacer el interés general; para que los gobernantes recobren el crédito perdido y los ciudadanos su confianza en ellos, es menester rescatar el valor de la concordia.
La concordia política es, pues, un valor esencial del Estado y de la democracia.