El Rey no tiene quien le reciba
Probablemente, si Gabriel García Márquez estuviera viviendo hoy en Barcelona, escenario de tantas impudicias políticas y desafíos separatistas, hubiera titulado su célebre novela de la manera como formulo yo el título de este artículo.
Porque, en efecto, y por escandaloso que parezca, el Rey de España, el jefe del Estado, no tiene a nadie que acuda a recibirle cuando viaja al Principado. De nada sirven los numerosos títulos regios y nobiliarios que históricamente le pertenecen como jefe de la dinastía Borbón y que la Constitución (artículo 56.2) dice que le corresponden: jefe del Estado, conde de Barcelona, príncipe de Gerona… En efecto, a las injustas tensiones, descalificaciones, menosprecios y desaires que los secesionistas y nacionalistas trabucaires han dirigido a don Felipe en el pasado se suma ahora la anunciada “ruptura de relaciones” decretada unilateralmente al alimón por Torra y Puigdemont.
De esa manera, don Felipe se ha visto con serias dificultades para organizar actos institucionales como la inauguración de los Juegos Mediterráneos y, últimamente, el acto del otorgamiento de los premios Príncipe de Gerona, que fueron acogidos, vista la negativa del Ayuntamiento, en un recinto para celebraciones cedido para la ocasión por sus propietarios, los hermanos Roca. El Rey, de prestado en su tierra.
Y así se escribe la historia. Poco importa que la Constitución señale claramente que “el Rey es el Jefe del Estado, símbolo de su unidad y permanencia” (56.1 CE), o que el presidente de la Comunidad Autónoma es el representante ordinario del Estado en el territorio de aquélla (152.1 CE). Todos hemos visto la impresionante e irritante soledad del Rey en ese último acto de la Fundación Príncipe de Gerona. Ausente toda representación de las autoridades catalanas, sólo acompañaba a los Monarcas el distraído ministro Pedro Duque. Pudo acompañarles el presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, o, en su caso, la vicepresidente del Gobierno, Carmen Calvo, pero al final los Reyes aparecieron solos, en un clima de tensa inquietud y orfandad protocolaria, a merced de la suprema descortesía y burdos desplantes de los gobernantes y cargos públicos soberanistas.
Puede que el caso español -en el que el jefe del Estado acude en visita oficial a una parte del territorio estatal y sus autoridades no acuden a recibirle- sea único en el mundo civilizado, y, particularmente, la memoria no registre parecido desafuero en ningún país del corazón de la vieja Europa. Populistas y nacionalistas han firmado calladamente una perversa alianza para abatir a la Monarquía parlamentaria, a la figura del Rey, sabedores de que éste es uno de los pilares fundamentales que sostiene el edificio del Estado constitucional de 1978, verdadero contrafuerte del sistema político engendrado en la Transición y cuyo fruto es la Constitución del consenso de 1978 por cuya gracia gobiernan en Cataluña y en otras instituciones públicas del Estado. Todo un inmoral contrasentido. Pero ellos impertérritos.
Dejar solos a los Reyes frente a la ignominia del vendaval nacional-populista es una cobardía y un grave error político del Gobierno. Junto con la Constitución y el Poder Judicial, la Corona es el valladar más eficiente y seguro contra el caos, la pérdida de libertades y la revolución. No debemos olvidar el discurso de Felipe VI como jefe del Estado el 3 de Octubre pasado censurando la gravísima transgresión del Ordenamiento jurídico, advirtiendo de sus inmediatas consecuencias, llamando a la razón y alentando a las legítimas autoridades del Estado a cumplir y hacer cumplir las Leyes y resoluciones judiciales, sin lo que no existe Estado de Derecho. Por un momento debería implantarse en España una dictadura para que tuviéramos consciencia real de la clase de jefe de Estado que afortunadamente tenemos; de la libertad que respiramos y de las grandes ventajas que para nosotros, los ciudadanos, tiene el Ordenamiento constitucional de 1978. Llorando nos acordaríamos.
Por eso resulta sorprendente la soledad del Rey, que no tiene quien le reciba en Cataluña (¿mañana en otro territorio?). Como también asombra, y hay que subrayarlo, que el Gobierno no arrope lo suficiente al Rey que, por carecer de poder político efectivo, no puede -ni debe- reaccionar personalmente. Es así que los actos del Rey son refrendados por la autoridad que los proponga.
Por ello, la actitud del presidente del Gobierno, suave, tibia y contemporizadora con las salidas de pata de banco de esos dirigentes secesionistas catalanes (Colau, Torrent, Sardá, Rufián, Puigdemont, Torra, la CUP, etc.), tratando de que sus previsibles conversaciones y encuentros con aquéllos no naufraguen con sacrificio de lo que llaman ‘diálogo’ (que más bien pueden ser nuevas cesiones), no se entiende.
Esa posición gubernamental puede transmitir una peligrosa sensación de debilidad extrema del Estado. El apaciguamiento con las fieras nunca ha dado buen resultado para dominarlas.