El muro del Estado de Derecho
“El hecho diferencial fue al principio una leve raya; cultivado con morbosa fruición, convirtióse en surco; hoy, casi reviste ya caracteres de trinchera; ojalá no llegue un día en que horrorizados lo contemplemos como abismo. Y no se olvide que en nuestros tiempos universalistas, todo nacionalismo es regresivo” (Nicolás Pérez Serrano, 1932).
La democracia se salva si el Estado de Derecho actúa. España no es una tribu ni un país que haya estrenado ayer su palmarés en el concierto internacional. Afortunadamente España cuenta con una Constitución política avanzada y garantista, con resortes e instituciones más que suficientes para hacer frente a los ataques que pueda recibir. Por eso Puigdemont, y toda su mesnada, ha sido descabalgado del poder con la Constitución en la mano. En efecto, Puigdemont y sus conmilitones soberanistas han topado contra el muro del Estado de Derecho, más allá de que sea necesario y conveniente hacer esfuerzos desde el campo político para solucionar los problemas que el acontecer humano levanta en el camino de los pueblos.
La Constitución de 1978, en la perspectiva del constitucionalismo histórico español, significa un antes y un después. Jamás hemos tenido los españoles una norma política tan tuitiva y que se acople tan bien al cuerpo político de la Nación como la que engendró la Transición, votada mayoritariamente y por todos. Una Constitución que proclama al Estado como Estado social y democrático de Derecho, un Estado “que propugna como valores superiores de su ordenamiento jurídico la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político” y que “que asegura el imperio de la ley como expresión de la voluntad popular”.
Desde esta perspectiva político-constitucional, España reúne todas las exigencias para ser calificado plenamente de Estado de Derecho, y que, a juicio de la doctrina constitucionalista, son: a) que el Derecho se configure como un límite de la actuación de los poderes públicos; b) que el Derecho sea el resultado de la elaboración democrática del pueblo; c) que el Derecho sea reconocedor y garante de los derechos y libertades de los ciudadanos; d) que el Derecho determine la desconcentración del poder político del Estado mediante su distribución entre diversos órganos (principio de separación de poderes); y que el Derecho arbitre mecanismos que garanticen la exigencia de responsabilidad, tanto política como jurídica, de los poderes públicos (A. y F. Navas Castillo, “El Estado Constitucional”, 2009).
En consecuencia, el ciudadano expectante se queda atónito cuando -con la frecuencia que acostumbran- oye en boca de esos líderes separatistas (auténticos infractores de la legalidad y, en algunos casos, fugitivos de la justicia) afirmar que en España no hay garantías de un juicio justo; que España no es una democracia; que España es un Estado opresor, y no sé cuántas otras lindezas por el estilo. Verborrea y mercancía averiada. Cebo y carnada para quien pique. Demagogia pura. Cortina de humo para incautos y falacias sin límite.
Por ello, de la manera como se actúa en un tratamiento de choque en el campo de la Medicina, en primer lugar se precisa que el Estado de Derecho intervenga y ponga a cada uno en su lugar, exigiéndole la correspondiente responsabilidad por sus actos y conducta, que tiempo habrá de hablar cuando escampe y salga el sol de la normalidad.
Estos gobernantes separatistas, estos líderes de cartón empecinados en su locura, acompañados de cuantos han engañado (responsabilidad que también tendrán que arrostrar), estos políticos que han infringido la Constitución y muchos otros preceptos y que han desoído muchas sentencias, han incurrido absolutamente en responsabilidad, que el Derecho obliga a exigir. Ningún daño se deriva de cumplir y hacer cumplir las Leyes. En cambio, todo es miserable e inmoral cuando se instala la transgresión y la impunidad.
Se equivocan todos aquellos que ponen en cuestión la juridicidad del Estado español, a quienes oímos todos los días. Mienten interesadamente todos los que preguntan, dirigiéndose al pueblo, qué de malo hay poner urnas, cuando se saltan todas las leyes. Fingen ahora aquellos que se escandalizan por las consecuencias de sus presuntas conductas delictivas. ¿No conocían las leyes? ¿Ignoran la existencia del Código Penal?
Primero es parar el golpe. Después es recomponer la vida política y ciudadana. Puigdemont y compañía tienen que responder ante los Tribunales de Justicia por los previsibles delitos consumados y por el daño y fraude que han infligido a su pueblo, al que han llevado -y llevan- a metas palmariamente inalcanzables y letales.
Toda la campaña injuriosa y calumniosa de desprestigio de España que Puigdemont está desplegando ignominiosamente más allá de nuestras fronteras, se le volverá en contra. Al final la luz y la verdad se abrirán camino y el Estado social y democrático de Derecho se impondrá. El Estado de Derecho es más fuerte que una banda de secesionistas sin fundamento.
Mientras tanto, los ciudadanos libres, con la razón y la palabra, debemos de tratar de desmontar tanta insidia y mentira que un separatismo burdo y ramplón ha vertido sobre la faz de nuestra querida patria, España.