El innombrable
“La República fue una democracia poco democrática” (Javier Tusell).

Hace años un avispado periodista local así tituló en este mismo medio una célebre columna que obtuvo gran repercusión en los mentideros políticos de la ciudad. Hoy me permito utilizar el mismo vocablo para poder escribir -al resguardo de torcidas y venenosas interpretaciones- sobre un político español contemporáneo al que se le dio muerte en 1936. Un joven político al que se le segó la vida a los treinta y tres años de edad. España es muy dada, en su azarosa historia, a tener mártires de esta calidad. Ahí está el caso de nuestro nunca bien ponderado Federico García Lorca. Y detengamos aquí la lista.
Nuestro innombrable permanece hoy ignorado, oculto, en el anonimato, debido a esa terrible e injusta censura social (que se ha impuesto en esta pacata sociedad, democrática sin matices) llamada “corrección política”. Consiste en que los protagonistas, líderes y cabecillas del bando perdedor de la Guerra Civil pueden ser respetados, citados, se les escribe panegíricos, se les hace biografías hagiográficas sin rubor y hasta se rotulan vías y espacios públicos con sus nombres, e incluso se elevan estatuas.
En cambio, un manto de olvido anatematizador y acusatorio cae inmisericordemente sobre la otra facción y sus personajes. Olvídase, así, que una guerra civil es una contienda fratricida que contempla dos bandos mutua y recíprocamente responsables. En el caso de la española, los historiadores atestiguan que líderes como Largo Caballero, Prieto, “Pasionaria”, Nin, Giral y Azaña, entre otros, querían la guerra. “Muchos llegaron a hablar en serio del peligro de una guerra civil después de la insurrección revolucionaria de los socialistas en 1934”, afirma Stanley G. Payne (En “La Revolución española 1936-1939”, Espasa, 2019, página 59). Un político moderado como Alcalá-Zamora señaló que la Constitución de 1931 era “una Constitución hecha para una guerra civil” (Ídem).
Desde la Transición, y antes desde el exilio, la izquierda goza de lo que llamaríamos una hiperlegitimidad moral, que lleva a los partidarios supervivientes del bando ‘nacional’ al silencio más calculado y a no emitir públicamente sus opiniones sobre sus líderes.
Es el caso de nuestro innombrable. Se le descalifica con la tacha de fascista, de autoritario, de violento. Su corta vida coincidió con el arrollador ascenso popular al poder del fascismo, el nacionalsocialismo y la consolidación de Stalin en la URSS. Creó un movimiento político-social que andaría huérfano de liderazgo por su trágica desaparición. Defendía la unidad de España, el catolicismo, el fomento de la industria y la agricultura, rechazaba las estériles luchas intestinas o interpartidarias y soñaba con terminar con la espiral de violencia y la radicalización revolucionaria de su época, los años 30.
Figuraron en la fundación de ese partido Julio Ruiz de Alda, pionero de la aviación (‘Plus Ultra’, 1926), asesinado en la matanza de la Cárcel Modelo de Madrid (23 Agosto 1936), y el fino y culto civilista granadino Alfonso García-Valdecasas.
Desde la creación de su partido padecieron graves ataques que ocasionaron la muerte de jóvenes militantes en 1933 y 1934. Ellos fueron los primeros en sufrir el odio que se respiraba en tierras españolas.
Estas son cosas que casi nadie se atreve a decir, ni siquiera a los cuarenta años de libertades democráticas. Resulta chocante que después de cuatro décadas de libertad y democracia sólo puedan hablar los herederos de los revolucionarios republicanos y no los de los contrarrevolucionarios sublevados. Se repiten falsedades como que “Franco dio un golpe de Estado fascista el 18 de Julio”, cuando en rigor no se puede argumentar tal afirmación si nos atenemos a parámetros científicos. Y nuestro innombrable permanece considerado como un abominable líder fascista sin que nadie ose analizar actualmente su figura, significado y discurso sin temor a recibir los mismos improperios. Pareciere que la Transición no fue un gran pacto de todos los españoles por la libertad e igualdad en derechos. Una avenida se puede llamar “Marcelino Camacho”; una plaza, “Pasionaria”; o una calle, “Francisco Largo Caballero”, el ‘Lenin español’. Y la “Internacional” se puede cantar en público y con el puño cerrado (¡maravilloso signo de concordia y paz!). Pero no el otro himno.
La sociedad española juzga con parcialidad la Historia. Denota inmadurez y desconocimiento la desigualdad con la que trata los hechos. La hiperlegitimidad moral de la izquierda no obedece a causas racionales, y sí debe mucho a una historiografía sesgada y tendenciosa, a una moda anti, a una cerrada consigna en descrédito de ‘los otros’.
Queda todavía mucho odio, mucho resentimiento. Y temor. Un partidismo enfermizo se antepone a la verdad. Un clientelismo subvencionado (¡ah, la ‘memoria histórica’!) alimenta falacias. Una falta de ecuanimidad condena a media población al ostracismo intelectual. El español se guarda del español. Todavía no se ha apartado el velo que tapa nombres, hechos y personas. Por eso nuestro personaje es innombrable.