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Eduardo Caparrós: recuerdo y sentimiento

El mejor cuadro aún no lo he pintado. Me esperará con una vaga promesa en cada tela blanca que comience” (Eduardo Caparrós S.).

          Para quien no tuvo la fortuna de conocerle, Eduardo Caparrós Sánchez (1934-2007) fue un caravaqueño enraizado en Granada, ciudad a la que amó intensamente y en la que vivió hasta su fallecimiento tras una apasionante y rica vida. Su singular personalidad estuvo transida de grandes pasiones: su mujer, Marisa, madre de sus hijos, ya granadinos; el arte, fundamentalmente la pintura, puro expresionismo cromático sobre lienzo, pletórico de color; y el rasgo más fundamental de Eduardo: su amor por la vida, su insobornable vitalismo, su optimismo inagotable, su elegancia de galán italiano (no desmerecía, en absoluto, con Vittorio de Sica, con Marcello Mastroianni o con nuestro Arturo Fernández) por su porte en vestir los ternos que, con su “finezza” y maestría en el arte de la vestimenta, confeccionaba para sí y para quien recabara sus siempre admirados y selectos trajes. Eduardo era un consagrado estilista de la moda masculina. 

     ¡Cómo recuerdo sus consejos, sus enseñanzas, su siempre acertado criterio profesional…! Poseedor de una patente sensibilidad de artista (amante del arte en sentido estricto), Eduardo ponía en juego lo mejor de sí mismo en la elección de la tela, el color, el estilo, el patronaje… Disfrutaba en su Estudio con cada sesión, con cada prueba. Si no le convencía, volvía a empezar hasta que lograba plasmar su idea del traje, su percepción, siempre acertada. Eso se echa de menos hoy. El “prêt à porter” ha dado la puntilla a aquella irrepetible generación de grandes sastres que se esmeraban en sus creaciones ‘ad hoc’, creaciones que, en definitiva, eran arte en tela. Eduardo era uno de esos grandes de la moda.

    Mas la personalidad -brillante y poliédrica- de Eduardo le llevó, desde la adolescencia hasta madurez, a dedicarse a su otra gran pasión, la pintura. Al óleo, al carboncillo o a la acuarela. Los que poseemos algún cuadro de Caparrós somos afortunados, pues en ellos han quedado impresos para siempre el pulso y la personalidad del artista, del maestro en el caso de Eduardo. A través de su mirada, de sus trazos y de la intensidad abigarrada de sus colores estamos viviendo con el pintor sus creaciones, la plasmación de lo que vio y sintió. Por eso, al observar con frecuencia los cuadros de Eduardo, recreo su pintura, sus pinceladas y siento emoción. 

     Recuerdo mis conversaciones con él en aquel plácido y creativo “Año en el Parador de San Francisco”, temporada que pasó feliz y entusiasmado, reproduciendo rincones, perspectivas, árboles y flores de los jardines del Parador, donde se granjeó la simpatía del personal y de su director, que le autorizó a permanecer en cualquier dependencia del simpar establecimiento hotelero donde el artista encontrara su musa y su inspiración.

     Eduardo también fue feliz, muy feliz, dando clases de “Costura” en el Instituto “Luis Bueno Crespo”, de Armilla. Nuestro personaje disponía de una indisimulada y vigorosa vocación docente. Gozaba transmitiendo a sus alumnos sus conocimientos, originales, profundos y acreditados de la confección masculina, impregnados de vanguardia sin perder los cánones tradicionales. 

      En el Instituto se dedicó en cuerpo y alma a sus alumnos. Se olvidaba del tiempo dando clases. Enseñaba todo lo bueno que él atesoraba, que no era poco, pues no en vano pertenecía a una prestigiosa estirpe familiar de maestros de sastrería de caballeros: los Caparrós de la murciana localidad de Caravaca de la Cruz. Únicos. Artistas. Cada traje una obra de arte. Creadores de escuela, como Eduardo, cuyo magisterio llega hasta el presente y tiene la suerte de ser recordado y añorado por sus discípulos y compañeros del Instituto armillero. Es de justicia.

     Hoy, 9 de Septiembre, en el Instituto donde pasó los últimos y muy felices años de su vida de profesor, nos reuniremos al mediodía para, a la vez que un alumno suyo de segunda generación, Claudio Ramos Cabrera, presenta su libro en el que recoge, en parte, las enseñanzas de Eduardo, celebrar una sesión académica pública en unión de su familia, compañeros y amigos. Recordaremos al que fuera esposo de Marisa, padre en la familia, compañero en la docencia, maestro en el estilismo y en la pintura,  y, sobre todo, y siempre, inigualable y exquisito amigo. 

    Repasando hoy sus cartas, sus catálogos y sus notas manuscritas, que me dirigió, llego a una descarnada conclusión que me angustia: me quedé corto en el cultivo de su selecta amistad. Siempre sucede con espíritus y personas que nos enriquecen con su sublime trato, con su culta y delicada personalidad en su paso por este mundo… Y, de pronto, se nos van. Nos dejan un vacío sólo mitigado con el recuerdo. Eduardo Caparrós vive en nosotros.

Autor del artículo: José Torné-Dombidau Jiménez

Presidente y socio fundador del Foro para la Concordia Civil. Profesor Titular de Derecho Administrativo por la Universidad de Granada.

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