Democracia traicionada

No es ningún descubrimiento afirmar que la democracia española discurre hoy por sendas ciertamente inquietantes, proclives a la autodestrucción. Para ello los españoles no necesitamos enemigos externos: nos bastamos con nosotros mismos.
Cuando se alcanzó el pacto de la sensatez y la concordia, que fue el pacto constitucional de 1978, parecía que los españoles enderezábamos definitivamente el rumbo estatal hacia horizontes de libertad, solidaridad y justicia, como exigen los valores y principios de la “Constitución del consenso”.
Cuatro décadas han bastado para abandonar esos parámetros de salud política y adentrarnos por parajes oscuros e intrincados que no aventuran nada bueno. En efecto, desde marzo de 2004, una serie de fenómenos y factores se han conjurado en la sociedad española para demoler lo que finos orfebres políticos y jurídicos construyeron en la Transición de cara al futuro, previa una necesaria reconciliación nacional tras la hecatombe del 36.
Empero unos enemigos de la salud política, auténticos virus, han contagiado al cuerpo de la Nación española. Y aquí los tenemos, plantando cara a la paz social y al orden constitucional. En esas estamos. Se trata, en primer lugar, del virus del sectarismo, causa de los desencuentros presentes entre los principales líderes constitucionalistas, desencuentros que desatienden las necesidades sociales que atenazan a la población en diversas materias (pensiones, educación, sanidad, vivienda, medio ambiente…) y que, por el contrario, beneficia a las fuerzas políticas centrífugas, esas que dañan la cohesión territorial del Estado.
Y es que el sectarismo pervierte la política. El sectarismo está sembrando la sociedad española de un sentimiento muy fuerte de odio y de intolerancia. No en vano el sectarismo se entiende como una fanática intransigencia en materia de ideas políticas o religiosas (Rodrigo Borja). Es así como puede explicarse las malas relaciones existentes entre nuestros líderes y fuerzas políticas, cada vez más enfrentadas y polarizadas. Precisamente la Transición quiso ser un bálsamo frente al sectarismo partidario al basar la política en el pluralismo, la participación y la convivencia democrática. Sin embargo, desde hace algún tiempo, nuestros gobernantes, en desigual grado, se han alejado de esos virtuosos parámetros.
En segundo lugar, es obligado citar el otro virus, los nacionalismos identitarios. Para nuestra desgracia han resurgido con estomagante reiteración en sus porfías, con sus extravagantes falacias, con inasumibles argumentos e inusitada agitación. Hacen un uso torticero -y se prevalen- de las instituciones del Estado que con deslealtad gobiernan en su territorio. Estamos frente a un enemigo sinuoso que ha declarado la guerra a la Nación española y al que se combate con armas desiguales: el orden constitucional es defendido con sujeción al Estado democrático de Derecho (garantías jurídicas, imparcialidad de los Tribunales, imperio de la Ley, procedimientos legales…) mientras que todo vale para los nacionalistas como lo comprobamos con los separatistas catalanes: engaños, delitos, violencia, maledicencia, infundios.
Sectarismo y nacionalismo son dos males que explican en buena medida la hora actual de España. Con ellos retrocedemos en la Historia. Hemos retrasado la hora de la política patria siglo y medio atrás, a mediados del Diecinueve, cuando las Guerras carlistas, el desastre del 98, los inicios del catalanismo y las fuertes convulsiones sociales del primer tercio del siglo XX. La entrada en la modernidad, que supuso la Constitución de 1978, arriesga desaparecer.
Por las anteriores razones desconcierta que en el final de la segunda década del siglo XXI un pretendido líder, el socialista Pedro Sánchez, intente un Gobierno de ultraizquierda con una camada neocomunista, con un iluminado y retrógrado Iglesias. Coincide en ambos dirigentes una desmedida pulsión política -el poder por el poder- sin parar mientes en los efectos negativos que, sin duda, un Gobierno socialcomunista deparará para la convivencia, la economía y la unidad territorial del Estado, pues esa coalición necesitará del apoyo, activo o pasivo, de los separatistas. Esa alianza traerá probables y negativas consecuencias para el PSOE. La coalición gubernamental que se proyecta envalentonará, en futuros comicios, a la formación podemita y, por el contrario, debilitará al veterano socialismo.
Iguales pronósticos negativos pueden vislumbrarse para la anunciada estrategia de solicitar el apoyo de las formaciones separatistas, asidero necesario para que la conjunción gubernamental socialcomunista alcance la investidura. Sin embargo, la coalición socialcomunista encontrará serios obstáculos en su camino: una cosa es conseguir la investidura para ser nombrado Presidente del Gobierno, y constituirlo, y otra es poder gobernar en minoría, como imponen los resultados electorales del 10-N para el PSOE y UP.
Finalmente, pretender formar un Gobierno sumando partidos de extrema izquierda y agrupaciones separatistas (cuyo fin, de ambos, es acabar con el soberano político, la Nación española) puede resultar un alarde de pirotecnia democrática. Empero, a la postre, lo convierte en un Gobierno inmoral que traiciona los valores esenciales sobre los que se asienta nuestro sistema democrático, tan duramente conseguido.