¿Cómo hemos llegado hasta aquí?
Cualquier observador que tomara el pulso a la política española desde la aprobación de la Constitución de 1978 a nuestros días tendría que reconocer que el clima se ha enrarecido. No sólo por instalarse en el discurso político el enfrentamiento de las ideologías, la izquierda y la derecha, algo normal en el debate, sino por una naciente discordia añadida entre españoles de distintos territorios del Estado.
En cuestión de unos pocos lustros hemos dinamitado la necesaria virtud de la concordia que debe reinar en el juego político. Sin ella, la sociedad es tribu y el escenario político un violento campo de batalla.
La generación que alentamos la evolución pacífica de una dictadura a una modélica y plena democracia asistimos hoy, testigos circunspectos, al creciente clima de deterioro del gobierno del Estado. No se trata de las previsibles y usuales tensiones entre partidos políticos por interpretar cada uno a su manera el interés general, algo legítimo y que la Constitución democrática ampara. Se trata de algo más serio que provoca un indiscutible deterioro de la convivencia nacional cuando ciertas fuerzas políticas y sociales se afanan en violentar el Ordenamiento constitucional; cometer fraude de ley (perseguir fines no queridos por las leyes); vulnerar derechos y libertades fundamentales; ejercer competencias que no les corresponden; engañar a los ciudadanos prometiéndoles el cielo en la tierra; desobedecer resoluciones jurisdiccionales y, para colmo, llegar a un abierto desafío consistente en romper el Estado. ¿Cómo hemos llegado hasta aquí? Que conste que unos pocos, con toda modestia, veníamos advirtiendo que el proceder de algunos gobernantes y Gobiernos no resultaban correctos. Que observaban un espíritu pasivo y complaciente con infracciones, omisiones y comportamientos reticentes al cumplimiento de los deberes propios de toda autoridad, la democrática con más razón.
Para explicar la delicada situación política actual (que puede empeorar, sin duda, de no recuperarse la sensatez) es menester hacer un examen de los errores que los españoles hemos podido cometer en estas casi cuatro décadas de gobierno democrático. Se pueden encontrar muchas causas de la nada idílica situación en la que nos encontramos. Sin ánimo de exhaustividad podemos alegar unas cuantas que no agotan la totalidad.
Así, antecedente de nuestras desgracias políticas de hoy es el hábito político de imponer la propia ideología como la única válida y respetable y no entenderla como una interpretación entre otras del interés general. Esto no ha sido así. Cada partido político ha luchado preferentemente por satisfacer a sus prosélitos, a sus correligionarios, postergando a los demás ciudadanos.
Podríamos seguir formulando una larga lista de malas prácticas, como el desprecio a los procedimientos administrativos, a los principios, a los valores, cosas todas ellas esenciales en democracia, pues la democracia es, ante todo, el respeto a las formas.
La ignorancia de las élites dirigentes del espíritu y la letra de la Constitución -tachada por muchos, de manera vergonzante e injusta, como carta otorgada del franquismo- es otra causa más. Acentuada es la divergencia entre la actuación del político y el espíritu y la letra de aquélla. De esta manera, el Estado de las Autonomías territoriales se ha construido como la Torre de Pisa: torcido.
Otra causa ha sido la tolerancia del gobernante sobre conductas contrarias a las leyes o a la ética pública. Ello ha determinado que aquel cachorro sea hoy una rampante fiera que amenaza con la destrucción de la democracia. Ahí tenemos al matrimonio Mas-Junqueras, producto puro de la dejadez de los distintos Gobiernos estatales. Quizá éstos creyeron, de buena fe, que, cediendo, el monstruo se apaciguaría. Todo lo contrario: la fiera nacionalista no se sacia.
Otra conducta frecuente y lesiva ha debilitado el Estado de Derecho cuando se ha llevado el interés personal y de partido a los Boletines oficiales. ¡Cuántos contratos públicos, cuántos nombramientos y designaciones, cuántas resoluciones de concursos públicos, cuántas plazas de funcionarios públicos, cuántas subvenciones con dinero de todos, cuántos tribunales de selección de personal han favorecido a amiguetes, paniaguados y enchufados del gerifalte de turno o del partido en el poder! Hoy se paga con una desmoralización generalizada, una enorme desconfianza, y con lo peor: la crisis de la democracia como sistema de gobierno y la crisis del Estado de Derecho. Cuando impunemente se infringe una norma o se desobedece simplemente a un guardia urbano ¡padece el Estado de Derecho!
Finalmente no podemos dejar de aludir a otro error en la gobernanza que nos ha conducido a este barrizal territorial: todos los Gobiernos de la democracia han cedido ante los nacionalismos. No han aplicado la Ley ni exigido su cumplimiento.
¿Qué hacemos ahora?